La segunda mañana en la empresa de Fernando amaneció fría y brillante a través de las ventanas de la oficina principal. El personal se movía en filas ensayadas; la recepción bullía con la coreografía habitual de una gran oficina que intentaba mantener una apariencia de calma. Pero el aire en el pasillo fuera de la sala de juntas tenía el tenso aroma eléctrico de una tormenta inminente.
Gabriela había llegado temprano. Caminó por el vestíbulo de mármol con la misma postura mesurada y tranquila que adoptaba cuando quería que la gente olvidara cuánto había estudiado ya el lugar. Su vestido era impecable, su sonrisa una expresión profesional y neutral: el uniforme de alguien que había aprendido a moverse como un maniquí.
Para cuando llegó a las puertas de cristal, el pequeño grupo ya se había reunido: administradores con abrigos discretos, jefes de departamento susurrando en parejas y algunos empleados jóvenes acurrucados contra la pared del fondo como testigos esperando un veredicto. A l