La esposa deshonrada de Moretti
La esposa deshonrada de Moretti
Por: Lizzy Bennet
Primer amor, primer engaño

Isa — Pasado

El vapor del tren se mezcla con la neblina de la madrugada, y llevo casi una hora abrazando esta maleta como si fuera un salvavidas. Mis dedos están entumidos, mis piernas duelen, y aun así sigo aquí… esperando.

Adrián dijo que vendría por mí.

“Cinco minutos antes que el tren,” prometió anoche, con esa sonrisa que parece capaz de incendiar todo a su paso.

Dijo que huiríamos.

Que no permitiría que mi padre decidiera mi vida.

Que este verano no sería solo un recuerdo, sino un comienzo.

Y yo le creí.

Cada minuto que pasa, el altavoz anuncia nuevas salidas, nuevas llegadas, nuevos destinos. Todos se mueven. Todos avanzan.

Menos yo.

Miro el reloj de la estación:

06:48 a. m.

Levanto la cabeza cada vez que escucho pasos acelerados, esperando reconocer su silueta, su camisa blanca arremangada, su cabello revuelto. A veces incluso creo escucharlo decir mi nombre entre el ruido, pero cuando giro… no es él.

06:55 a. m.

El tren ruge desde la distancia, como si viniera por mí, como si me gritara que era ahora o nunca.

Mi corazón late tan fuerte que pienso que se saldrá del pecho.

Me repito una y otra vez que él va a llegar.

Que me va a tomar la mano.

Que nos vamos a ir juntos.

Pero el reloj avanza.

Los pasajeros suben.

Las puertas se cierran.

Y Adrián…

No aparece.

Un vacío helado se abre en mi estómago. Una sensación que nunca antes había sentido, como si el mundo entero se doblara hacia adentro y me dejara suspendida, sola.

—No… —susurro, apenas audible—. Adrián…

El tren arranca.

Mi vida también debería hacerlo.

Pero sigo clavada en el mismo sitio.

La estación se va vaciando.

Las luces empiezan a apagarse.

Y entonces escucho unos pasos pesados detrás de mí… demasiado pesados para ser los suyos.

—¿Así que este era tu plan? —la voz de mi padre corta el aire como una navaja—. ¿Huir con un desconocido? ¿Manchar el apellido Santori por un capricho?

Me doy vuelta despacio. Él está rojo de ira, el ceño fruncido, el traje impecable salvo por la furia que lo desordena todo. No sé cómo me encontró, pero lo hizo.

Siempre lo hace.

—Papá… yo…

No puedo terminar la frase.

No sé si debo disculparme por creer en algo bonito, o si debo admitir que él tenía razón desde el principio.

Mi padre me mira como si fuera una niña estúpida. Como si mi corazón roto fuera una prueba de mi mayor defecto.

—Eres una ingenua, Isabella. Una niña que leyó demasiados cuentos de hadas. Y ahora… —me agarra del brazo con brusquedad— ese sueño barato te va a costar caro. Muy caro.

Tiro de mi brazo, pero no sirve. Él aprieta más fuerte.

—Papá, suéltame…

—Vas a aprender a la fuerza —escupe— a no confiar en hombres que solo quieren divertirse contigo.

Las lágrimas me queman por dentro, no por él…

Sino porque sé que tiene razón.

Adrián no vino.

No llamó.

No dejó una nota.

Nada.

Me dejó esperándolo en la estación…

como si lo nuestro no hubiera significado nada.

Mi padre me arrastra entre la multitud mientras mi maleta rueda detrás, golpeando el suelo. No miro atrás. No quiero ver la plataforma vacía donde dejé mi última ilusión.

En mi cabeza, solo hago una promesa.

Una que siento que me marca la piel.

Nunca más.

Nunca volveré a creer en promesas bonitas.

Nunca volveré a confiar en un hombre.

Ni dejar que alguien tenga en sus manos la capacidad de romperme así.

El verano terminó.

Y yo también.

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