Mundo ficciónIniciar sesiónIsa — 2 años después
El mensaje de mi padre llega a las seis de la mañana. Apenas amanece cuando la notificación vibra en mi celular, aunque no había nada que pudiera despertarme porque no dormí casi nada.
Baja a mi despacho. Ahora.
Cuando él escribe “ahora”, significa que ya perdí antes de empezar.
Me visto sin pensar, con cualquier cosa, y bajo las escaleras tratando de ignorar lo que ya me late en el pecho como un presagio. Hace dos años perdí la habilidad de ilusionarme, pero no la de temer.
El despacho de mi padre está al fondo del pasillo, donde la luz entra solo por una ventana estrecha. Golpeo la puerta dos veces. Nada. Giro la manija y entro.
Mi padre no me mira cuando aparezco. Tiene el cigarro encendido y los codos apoyados en el escritorio, como un juez a punto de dictar sentencia.
—¿Me llamaste? —pregunto con la voz lo más estable posible.
Él levanta la vista. La expresión es dura, calculadora. Igual que siempre.
—Siéntate —ordena.
Obedezco. Él no pierde tiempo.
—Es hora de que limpies el desastre que dejaste.
Mi estómago se revuelve.
Desastre.
Es la palabra que lleva dos años arrojándome como si fuera un baldado de agua fría sobre la cabeza. Como si yo hubiera cometido el crimen más grande de la historia en lugar de haber… confiado.
Trago saliva. —No entiendo a qué te refieres.
Él suelta una carcajada amarga.
—Oh, por favor, Isabella. No finjas demencia. Después de lo que hiciste… después de esa… humillación pública… ¿crees que algún hombre con apellido decente volverá a mirarte?
Me arde la cara, pero no bajo la mirada.
No voy a darle ese placer.
—No hice nada —digo entre dientes.
—Te revolcaste con un completo desconocido —escupe—. Dejaste que arrastraran nuestro apellido por el piso. Ni siquiera tuviste el decoro de negar los rumores. ¿Y ahora pretendes decirme que no hiciste nada?
Me pongo tensa, las uñas clavándose en mis palmas.
—Porque dije la verdad —respondo—. Nada de lo que dijeron era cierto.
Mi padre me observa como si yo fuera una idiota. Como si ser honesta fuese un defecto.
—La verdad no importa cuando la sociedad ya te marcó —dice con voz fría—. Y ahora, gracias a tu irresponsabilidad, no tengo otra opción que… solucionar tu error.
Un escalofrío me recorre la espalda.
—¿Qué significa eso?
Él se reclina hacia atrás. El cigarro tiembla entre sus dedos.
—Te vas a casar, Isabella.
El mundo deja de moverse.
Lo miro sin parpadear. Él lo dice con tanta naturalidad, como quien anuncia que vendió un auto o reservó un almuerzo.
—Perdón, ¿qué? —susurro.
—Lo escuchaste bien. Te encontré un matrimonio conveniente. Con un hombre poderoso, de buena familia, que está dispuesto a pasar por alto tu… pasado.
Mi respiración se corta. Me levanto de golpe.
—¿Estás loco? ¿En qué siglo vives? ¿Esto es Italia o el siglo diecisiete? No voy a casarme con un extraño. ¡No puedes obligarme!
Mi padre se pone de pie tan rápido que apenas lo veo venir. Su mano se estrella contra mi mejilla con un golpe seco que me deja sin aire.
Un zumbido se instala en mis oídos.
No lloro. No voy a darle esa victoria.
—Te callas —ruge él—. Después de lo que hiciste, no tienes ningún derecho a opinar. La boda será mañana. El compromiso ya está cerrado. Él mandará un vestido esta noche. No quiero discusiones.
Mis labios tiemblan, pero no dejo salir una palabra.
—Vas a casarte —añade— porque es lo mínimo que puedes hacer después de avergonzar nuestra familia.
Avergonzar.
Humillar.
Arruinar.
Las mismas palabras de siempre.
Las mismas que me encadenaron durante dos años.
Me obligo a no quebrarme frente a él.
—¿Y quién es ese pobre desgraciado que aceptó semejante trato? —pregunto con veneno.
Mi padre sonríe con superioridad.
—Alguien que puede darte lo que yo no pude. Seguridad. Posición. Estabilidad.
—¿Y amor? —pregunto, sabiendo que su respuesta ya la conozco.
Él se ríe.
—El amor es para los idiotas, Isabella.
Cierro los puños.
No sé cómo llego a mi habitación. Siento la mejilla ardiendo, la garganta cerrada, la rabia temblando en mis manos. Cierro la puerta de un portazo, me dejo caer al suelo y finalmente dejo escapar el llanto que me negué a mostrar allá abajo.
Lloro por mí.
Por la niña que fui.
Por la que creyó en promesas de verano.
Por la que esperó en esa estación hasta que la noche cayó encima de ella.
Pero mientras lloro, algo empieza a endurecerse dentro de mí.
Algo que ya conocía pero nunca dejé salir del todo.
La determinación.
Mi padre podrá obligarme a casarme.
Podrá gritar, amenazar, golpear si quiere.
Pero no podrá obligarme a obedecer después.
Ni a amar.
Ni a confiar.
Si voy a convertirme en la esposa de un desconocido…
Entonces haré de su vida un infierno.
Y prometo, con la mano temblando contra mi propio pecho, que nunca más un hombre va a romperme. Nunca.
**
A la mañana siguiente despierto con un peso extraño sobre las piernas. Una caja blanca satinada. Encima, un sobre con mi nombre escrito con una letra recta, elegante.
Abro el sobre.
“Úsalo. No llegues tarde.”
Debajo del mensaje hay un anillo. Oro blanco. Frío. Hermoso.
Vacío.
—Qué detalle tan romántico… —murmuro con sarcasmo.
Abro la caja. Un vestido color marfil, perfecto, clásico. Diseñado para una muñeca sin personalidad.
Me río. No lo puedo evitar. Me río como una loca.
—Ni lo sueñes —digo, dejando caer el vestido sobre la cama—. Vas a casarte conmigo, pero no voy a ponerte las cosas fáciles.
Abro mi armario. Saco el vestido más provocador que tengo: rojo carmín, ajustado, sin mangas, que grita “no me puedes controlar”.
Me maquillo con rabia. Me recojo el cabello con rabia. Me pongo los tacones con rabia.
Voy a la sala donde mi padre me espera, con expresión satisfecha porque cree que ganó.
Su sonrisa se borra cuando me ve.
—¿Qué demonios llevas puesto? —escupe.
—Mi vestido —respondo, levantando la barbilla—. ¿Te molesta?
—Ve a cambiarte. Ahora.
—No pienso hacerlo.
Su mano se eleva. Sé lo que viene. Cierro los ojos, preparada para el golpe.
Pero no llega.
Una mano grande y firme detiene la suya en el aire.
—Creo que ya fue suficiente, señor Santori —dice una voz profunda a mis espaldas—. No me gusta que toquen lo que es mío.
Abro los ojos. Mi padre ha perdido el color del rostro. Intenta zafarse, pero la mano que lo sujeta no lo permite.
Giro lentamente.
Y lo veo.
Un hombre alto, impecablemente vestido. Cuello de camisa perfecto. Ojos fríos como una mañana de invierno.
Atractivo de una forma peligrosa, contenida.
Su mirada viaja por mí. No con deseo. Con evaluación.
Como si estuviera determinando mi precio.
—¿Tú eres…? —pregunto con apenas voz.
Él no me responde. Se dirige al juez.
—Termine con esto rápido.
El juez abre la carpeta. —Bien, procederemos a…
—Omita lo innecesario —interrumpe él—. Vaya al punto.
El juez asiente torpemente, hojea los documentos y lee:
—Gabriel Moretti acepta a Isabella Santori como su esposa…
El apellido me perfora el pecho.
Moretti.
No.
No puede ser.
No puede ser.
Mis piernas flaquean.
Él… no me mira.
Firma sin dudar.
El juez me extiende la hoja.
—Señorita Santori…
—No pienso firmar —digo, retrocediendo. Mi voz tiembla pero no me importa—. No voy a—
—Isabella —ruge mi padre—. Firma ese maldito papel. Si no lo haces, te juro que mañana mismo te caso con un hombre que podría ser tu abuelo.
Mi garganta se cierra.
Gabriel me observa por primera vez. Sus ojos no tienen compasión.
Tienen determinación. Frialdad. Poder.
Moretti.
Su hermano.
Su apellido.
Dios…
Con la mano temblando, firmo.
Gabriel toma la hoja, la dobla, la guarda en su saco, y dice:
—Empaca tus cosas. Nos vamos.
Parpadeo.
—¿Cómo que nos vamos?
Sus labios se curvan en una sonrisa lenta, perezosa.
Una sonrisa que no llega a los ojos.
—Eres mi esposa. Y me gusta tener mis pertenencias cerca. Especialmente cuando una de ellas tiene tendencia a… escaparse.







