Las reglas de la casa

Isa

La Mansión Moretti aparece frente a mí como un monstruo dormido: enorme, perfecta, con esas columnas de mármol que parecen brazos extendidos para recordarte que nunca vas a estar a su altura.

Me hubiera gustado decir que no me impresiona. Que crecí rodeada de lujo y esto es solo más de lo mismo.

Pero sería mentirme.

El auto se detiene y mi estómago se encoge. No sé qué espero… tal vez ver a Adrián saliendo por la puerta principal, como en esas películas viejas donde el destino decide joderte más de la cuenta.

Pero no aparece nadie.

Solo dos filas de hombres vestidos de negro, armados, firmes como estatuas romanas.

Genial.

El zoológico personal del señor Moretti.

Cuando Gabriel baja del auto, ni siquiera me ofrece una mano. Camina delante de mí como si yo fuera una sombra irrelevante. Aprieto los dientes y lo sigo, sintiendo cómo la mirada de cada hombre me atraviesa la piel.

Dos guardias nos abren las puertas principales.

Y la impresión inicial se rompe.

La casa es… fría.

No fría de temperatura.

Fría de alma.

Pasillo largo, pisos impecables, paredes blancas, columnas de mármol.

Pero no hay fotos.

No hay recuerdos.

No hay cuadros familiares, ni flores, ni nada que indique que aquí vive algo parecido a una familia.

Es una casa que parece museo.

O cárcel.

Me trago un comentario sarcástico justo cuando otro guardia camina detrás de mí. Me sigue tan cerca que escucho su respiración.

Me doy vuelta.

—¿En serio? ¿Siempre voy a tener un perro de guardia pegado a mis talones?

Gabriel se detiene a unos pasos y gira la cabeza con calma, como si yo hubiera preguntado algo adorable.

Ese maldito gesto perezoso de su boca aparece por un segundo.

—Tu reputación te precede, Isabella.

Me quedo helada.

—Y si un perro guardián es lo que necesito para asegurarme de que mi esposa no protagonice otro escándalo —añade, con voz baja y afilada— entonces así será.

Una oleada de rabia me sube desde el estómago hasta la garganta.

—No voy a…

—No te pedí tu opinión.

Su tono me corta como papel.

Estoy a punto de decir algo más, pero aparece una mujer con cabello recogido en un moño impecable y expresión pétrea.

—Signore Moretti —dice con un acento italiano tan marcado que parece de caricatura— tutto è pronto.

—Acompaña a mi esposa a su habitación —indica él sin siquiera mirarme—. Que se instale.

“Mi esposa.”

La palabra me pega como una bofetada invisible.

La mujer —que podría intimidar a una estatua— me dedica una inclinación mínima de cabeza.

—Yo soy Gianna, la ama de llaves. Sígame, signorina.

—Es señora —corrijo con veneno.

Ella ni pestañea.

—Sígame, signora.

Gabriel se aleja sin despedirse. Casi espero que se dé vuelta, que diga algo, cualquier cosa.

Pero no lo hace.

Lo detesto.

La sigo a través de pasillos interminables. Cada paso resuena demasiado fuerte en el silencio de esa mansión sin alma. Me pregunto cómo alguien puede vivir aquí sin volverse loco. Bueno… tal vez Gabriel ya lo está.

Vuelvo a mirar alrededor. No hay ni una foto de familia. Ni una flor. Ni una vela. Nada.

—Esto parece un quirófano —murmuro.

Gianna no comenta. Solo camina.

Finalmente no aguanto.

—¿Siempre hay tantos guardias? —pregunto, señalando a otro hombre apostado en una esquina.

—La seguridad es necesaria —dice ella sin girarse.

—¿Para protegerlo a él… o vigilarme a mí?

Esta vez sí se detiene. Lentamente. Gira la cabeza. Me mira con una expresión neutra que me provoca escalofríos.

—Si está pensando en escapar… será inútil —dice con calma helada—. Y lo único que logrará es que el signore se enoje. Y cuando el signore se enoja… usted paga las consecuencias.

Apretó los dientes.

—Tomo nota —respondo con ironía, aunque por dentro me arde la piel.

Seguimos caminando. Finalmente llegamos a una enorme puerta doble de madera oscura.

—Esta será su habitación —dice Gianna, abriendo la puerta.

Doy un paso dentro… y me detengo en seco.

La habitación es hermosa.

Gigante.

Luminosísima.

Una cama inmensa cubierta con sábanas de algodón blanco impecable.

Una alfombra suave bajo mis pies.

Y lo más impactante: un enorme balcón de vidrio, con cortinas translúcidas ondeando por el viento.

Camino hacia él. Abro las puertas.

El aire fresco me golpea el rostro.

La vista es preciosa: un patio enorme, jardines cuidados, un estanque reflejando la luz del sol.

Por un segundo… solo un segundo, siento ganas de respirar hondo y olvidar todo.

Pero entonces los veo.

Diez.

Quince.

Quizá veinte hombres vigilando el jardín.

Todos apuntando hacia mi balcón.

Y todos… mirándome.

Siento que me hierve la sangre.

—Perfecto —murmuro.

Levanto la mano despacio, despacito… y les hago una peineta.

Más de uno se tensa. Otros fruncen el ceño. Uno incluso da un paso adelante.

Me importa un carajo.

Entro de nuevo a la habitación y cierro las cortinas.

No pienso desempacar.

No pienso colgar nada.

No pienso quedarme.

Mi estadía aquí es temporal.

Muy temporal.

**

Gianna se va sin despedirse.

Yo paso horas encerrada, mirando el techo, intentando entender cómo mi vida pasó de una estación de tren a un matrimonio forzado en un palacio con más cámaras que ventanas.

Al caer la noche, alguien golpea la puerta.

Otro guardia.

—El señor la espera para cenar.

Claro que sí.

El rey del hielo exige presencia.

Respiro hondo, me pongo un suéter —no sé por qué, tal vez para sentir que tengo algo que me protege— y bajo las escaleras.

La mesa del comedor es ridículamente larga. Y está vacía.

Excepto por él.

Gabriel Moretti se sienta en la cabecera, con la espalda recta, el traje perfecto, y una copa de vino que sostiene como si fuera parte de su mano.

Me siento frente a él.

La distancia se siente como un abismo.

Sus ojos recorren mi rostro por un segundo. Solo un segundo. Pero suficiente para que mi corazón lata un poco más rápido.

Lo odio por eso.

—Bien —dice, dejando la copa—. Vamos a dejar las reglas claras.

Mi garganta se seca.

—Reglas —repito con burla—. Por supuesto que sí. Porque nada dice "matrimonio" como un manual de instrucciones.

Su mirada se endurece.

—Regla número uno —dice—: No saldrás de esta casa sin supervisión.

Me inclino hacia adelante.

—No soy una prisionera.

—Eres mi esposa —corrige con tono neutral—. Y mi responsabilidad. No volveré a permitir un escándalo con tu apellido en los titulares.

Mi mandíbula se tensa hasta doler.

—Regla número dos: no harás preguntas sobre mi vida personal, mis negocios ni mis decisiones.

—¿Y si una de tus decisiones afecta mi vida?

Sus ojos brillan con peligro.

—Todas mis decisiones afectarán tu vida. Acepta eso desde ya.

Aprieto los puños bajo la mesa.

—Regla número tres: ni una sola infidelidad. Ni un coqueteo. Ni siquiera una conversación sospechosa. Si lo haces… —su voz se vuelve hielo puro— destruiré personalmente a toda tu familia.

Los Santori dejarán de existir.

Un escalofrío me recorre la columna.

Pero no bajo la mirada.

—Qué considerado —digo con sarcasmo.

Él continúa sin inmutarse.

—Regla número cuatro: en un máximo de dos años, tendremos un hijo.

Mi mente se queda en blanco.

—¿Qué?

—Has escuchado.

Mi silla cruje cuando me levanto de golpe.

—¿Estás loco? ¿De verdad crees que voy a traer un hijo a… a este circo? Ni siquiera te conozco. Ni me conoces a mí. ¡Esto no es un matrimonio, es un contrato de compraventa!

Él se queda sentado. Imperturbable.

Sus ojos… no son fríos esta vez. Son acero puro.

—No te pedí tu opinión —dice despacio—. Es tu deber como esposa. Así funcionan las cosas entre nosotros.

—Entre nosotros no funciona nada —escupo—. Y no voy a…

—Isa.

Mi nombre en su boca suena como una advertencia.

—Te dije las reglas —continúa con calma helada—. Y las cumplirás.

Mi respiración se descontrola. El pecho me arde. La piel me tiembla.

Entonces hago lo único que puedo hacer para no gritarle en la cara.

Empujo la silla hacia atrás, casi la tumbo, y salgo corriendo hacia las escaleras.

No miro atrás.

No quiero verlo.

No quiero escuchar nada más.

Cuando llego a mi habitación, cierro la puerta con llave, le doy la espalda y respiro hondo, sintiendo que el mundo se derrumba bajo mis pies.

Y ahí, sola, apoyada contra la madera, hago otra promesa.

Una que me sabe a hierro, a rabia, a sobrevivencia.

No seré su esposa.

Seré su tormenta.

Y jamás, jamás, amaré a un Moretti.

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