Sech y su escolta maltrecha lograron refugiarse en una cueva oculta, custodiada por los riscos helados, a varias horas de distancia del desfiladero. La noche era oscura y fría, pero dentro de la caverna, encendieron un fuego pequeño y bien camuflado.
El Rey Alfa yacía sobre un lecho de pieles, pálido y sudoroso. La herida de la flecha en su hombro era profunda, y aunque Isis había sellado la hemorragia, la toxina y el dolor lo debilitaban.
Isis se inclinó sobre él, con el rostro serio. Kael y los guerreros supervivientes vigilaban la entrada, susurrando planes de retirada.
—Está fuera de discusión retirarse —siseó Sech, a pesar del dolor.
—Ahora no, Mi Rey —dijo Kael, con un gesto de respeto—. Ahora solo debe concentrarse en curarse.
Isis se arrodilló, tomó el rostro de Sech entre sus manos, y cerró los ojos. Sus dedos acariciaron la herida, y la energía curativa de su don fluyó a través de sus palmas.
—Ragnar, ayúdame —murmuró Isis, invocando al Lobo de Sech.
Dentro de Sech, Ragna