El taxi cruzó las calles brillantes del centro. Me recargué en el asiento trasero; el sol se filtraba por el vidrio y me acariciaba la cara, pero yo ya estaba anestesiada a ese calor. La verdadera calidez se había ido, enterrada con mi madre y con mi bebé.
El conductor, un señor mayor, me miró un par de veces por el retrovisor y dijo:
—Joven, no mire atrás. Mire hacia adelante.
Me dijo lo que yo pensaba: mirar hacia adelante.
Tres días después, el mundo financiero de Nueva York estalló. Había muerto el patriarca de los Moretti, y su testamento sacudía a todos: dejaba los activos y acciones clave a su exnuera, Isabella; a Vincenzo, el heredero, solo le tocaban un 2 % marginal y una casa de campo que a nadie le importaba.
La prensa cercó la mansión. En las fotos de los paparazzi, Vincenzo llevaba una gabardina negra y la barba crecida; sentado en los escalones de piedra, bebía whisky a tragos largos, con la mirada vacía. Había caído del poder absoluto al vacío.
“El hijo repudiado de los