—Señorita Isabella, el estado de don Renato no es alentador. Dice que, si no la ve antes de partir, no cierra los ojos en paz.
Me quedé inmóvil unos segundos con el celular en la mano.
Renato: un hombre de peso. Uno de los mayores titanes del capital en el subsuelo de Nueva York; mandó y desmandó con mano firme. Y, aun así, en mi peor momento, fue él quien me cubrió con un abrigo y dijo:
—No tengas miedo. Si entraste por la puerta de los Moretti, nadie te toca.
Él había sido el verdadero jefe… y la única calidez que sentí en esa casa.
No dudé: decidí ir a verlo.
Cuando me planté en la puerta de su habitación y vi a ese anciano al borde, me punzó el pecho. El médico explicó que estaba en fase terminal, con la conciencia nublada; podía irse en cualquier momento.
—El último nombre que repite antes de caer en el sopor es el suyo —me dijo en voz baja.
Me senté a su lado y tomé su mano, fría y arrugada.
—Renato… soy yo, Isabella.
El dedo le vibró apenas. Sus párpados se abrieron lo justo.
—…