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Capítulo 5 — La sangre del silencio

Gracias

No digo nada.

Ni una palabra, ni un suspiro. Ni una lágrima.

Él me acompaña hasta mi coche negro, silencioso, cuero tibio, motor que ronronea suavemente. Las ventanas están tintadas. El mundo se queda afuera.

— Si necesitas algo… llámame.

Me tiende una tarjeta. Papel mate, blanco roto, sobrio y casi solemne. Una inicial dorada. Un número de teléfono. Nada más. Ningún nombre. Solo una promesa suspendida.

La tomo como se agarra una cuerda al borde del vacío.

Él no me besa. No me toca. No me retiene.

Me mira largo rato, como si realmente me viera, a mí, en lo que no muestro a nadie. Su mirada me atraviesa, me deja desnuda y, extrañamente, no me da miedo.

Subo a mi coche. Arranco. Mis manos apenas tiemblan, conduzco.

La ciudad es una sucesión de luces borrosas, de neones manchados, de siluetas que ríen demasiado fuerte. No oigo nada. Floto. Voy, sin avanzar realmente.

Cuando llego frente a la casa, la puerta está entreabierta.

Siempre esa negligencia. Ese abandono que dice más que las palabras. Freno suavemente, apago el motor. Y me quedo allí. Unos segundos. Algunos latidos de corazón.

La luz de nuestra habitación está encendida. Una luz suave. Íntima. Pensativa. Preparada.

Salgo del coche. Sin bolso. Sin teléfono. Sin nada en las manos. Solo la tarjeta en mi bolsillo, y el peso de mi vientre que me recuerda que aún estoy viva.

Abro la puerta.

El olor me golpea primero. Una mezcla de alcohol dulce, perfume femenino, sudor. Pero sobre todo… mi perfume. El que llevé esta mañana. El que ella conoce. El que ha robado.

Subo las escaleras. Lentamente. Cada peldaño es un golpe. Una bofetada. Una subida al infierno.

Y abro la puerta.

Sin ruido. Sin ira. Solo… abro.

Ellos están allí.

Mi hermana. Mi marido. Desnudos. Enlazados. Pegados. Ella sobre él. Él en ella.

Ella ríe. Una risa de garganta. Una risa de victoria.

— Vaya… la santa Gracias.

Su voz resuena. Ninguna vergüenza. Ningún remordimiento. Solo esta provocación pura, cruel, que ha cultivado siempre. Veo sus pechos rebotar. Veo mi collar entre ellos. Lo veo todo.

Él no se mueve. Suspira. Exasperado. Como si yo fuera un contratiempo.

— ¿Olvidaste tus llaves? ¿Qué quieres ahora?

Ni siquiera se esconde. Se queda acostado, perezoso, con el brazo alrededor de su cintura.

No digo nada.

Mi mirada recorre las sábanas deshechas. Son las mías. Lavé esas sábanas ayer. Perfumé esta habitación. Planché sus camisas en este silencio espeso, este silencio que me mata un poco cada día.

— ¿Qué pensabas, Gracias? ¿Que lo ibas a mantener con un bebé? ¿Que ibas a jugar a ser la buena esposa mientras él se aburría hasta morir?

Es ella. Otra vez. Habla demasiado. Siempre. Y ahora, disfruta de cada sílaba.

— Das pena. De verdad. No has cambiado desde el instituto. Siempre sensata. Siempre ingenua. Siempre lista para ser devorada.

Me quedo ahí.

Los miro.

No lloro.

Incluso sonrío. Una sonrisa torcida. Cortante.

— Ustedes son perfectos el uno para el otro.

Él gruñe. Se sienta, por fin, y busca vagamente una sábana. Pero no dice nada. No niega nada. Ni siquiera me pregunta que me vaya.

— ¿Quieres dormir aquí? pregunta ella, falsamente dulce. ¿Quieres quedarte con nosotros? Queda un poco de vino en la cocina.

Y estalla en risa. Una risa aguda, fea. El tipo de risa que destruye más seguro que un grito.

Cierro la puerta. Suavemente. Un clic seco.

Bajo de nuevo.

No corro. No tiemblo. Estoy vacía. Helada. Congelada en algo que no reconozco.

Camino hasta la habitación de invitados.

No he entrado aquí desde hace meses.

La abro. El olor es neutro. No hay nada aquí. Sin historia. Sin recuerdos. Solo una cama, cortinas cerradas, un armario vacío.

Me siento. Mecánicamente. Las manos sobre las rodillas. Como una niña castigada. Me mantengo erguida. La espalda tensa.

Luego saco la tarjeta. La del desconocido. Del único que me miró sin desprecio esta noche.

La coloco suavemente sobre la mesita de noche. 

Como una última nota de música antes del silencio.

Me acuesto. No cierro los ojos. Miro el techo, blanco, impersonal. No me juzga. No me acusa. Me ignora. Y es aún lo más suave que me han ofrecido hoy.

En mi vientre, se mueve. Una presencia. Una certeza.

Estoy hecha trizas.

Pero hay eso. Ese pequeño latido. Esa vida. Ese recordatorio.

Y todo alrededor, en esta casa que ya no me pertenece…

la sangre del silencio.

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