Los días pasaban y yo me aferraba con desesperación a lo poco que quedaba de mi vida con Firenze. No pensaba irme de la casa. Me esforzaba más que nunca en ser el padre ejemplar, el esposo que siempre había prometido ser. Pero Firenze se alejaba cada vez más, construyendo un muro invisible entre nosotros. Intenté todo o, al menos, eso creí: pasé más tiempo con los niños, les di más atención, como si en cuestión de días pudiera reescribir la historia de nuestra familia. Pero nada funcionaba.
Aunque no decía una palabra, Firenze me observaba desde la distancia, con la frialdad de quien ya no siente nada. Me veía como un extraño. Los regalos que le traía a ella y a los niños, los detalles con los que intentaba conmoverla, caían en un vacío. No había ni una chispa de sorpresa en su mirada, solo indiferencia. Y la indiferencia dolía más que cualquier reproche.
—Gracias —dijo sin mirarme, con una voz monótona—. Pero el verdadero regalo sería que me dijeras cuándo te mudarás.
Sentí un nudo e