Firenze regresó a casa con una determinación que no pude ignorar. Algo en ella había cambiado. Su actitud ya no tenía nada que ver con su depresión ni con cualquier otra excusa previsible para justificar sus ausencias. Ya no era la fragilidad de las semanas previas: estaba más fría, más distante, más consciente de todo lo que había estado ocultando. Y lo peor de todo era que yo mismo la había obligado a volver.
Mis padres habían llegado de sorpresa a la ciudad para visitar a los niños, y no podía permitir que descubrieran que Firenze estaba haciendo un berrinche y amenazando con dejarme. Mi última jugada desesperada fue bloquearle las tarjetas. Pero esta vez, la jugada no había salido como esperaba.
Desde el momento en que entró por la puerta, supe que todo se había salido de control. Su mirada tenía algo que nunca antes había visto: no era enojo, ni dolor, ni siquiera resentimiento. Era una decisión tomada.
Llevaba una carpeta en la mano. No necesitaba preguntar qué contenía.
—Ya no