CAPÍTULO DIEZ

Mi loba se eriza, no precisamente de miedo, sino de cautela. Me enderezo, irguiéndome todo lo que puedo: un mecanismo de defensa lamentable contra un Alfa, pero instintivo al fin y al cabo.

—Disculpa —dice mientras se acerca, su voz amigable pero con esa nota subyacente de autoridad que todos los Alfas parecen poseer.

—¿Puedo ayudarte? —pregunto, manteniendo mi voz neutral y profesional.

Ladea ligeramente la cabeza, observándome. De cerca, puedo ver los destellos plateados en sus penetrantes ojos azules.

—Esperaba que esta mesa estuviera disponible —señala la que acabo de limpiar—. Tiene la mejor vista.

Es una excusa obvia —hay al menos cuatro mesas v

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