CAPÍTULO CINCUENTA Y TRES

Observo la multitud de la tarde a través del escaparate del café, con los dedos aferrados a un vaso de papel que ni siquiera he tocado. La normalidad de todo esto —la gente riendo, pidiendo cafés con leche, mirando sus teléfonos— se siente surrealista cuando mi mundo entero se tambalea.

—Tienes cara de agotada —dice mamá en voz baja desde el otro lado de la mesita.

La miro de reojo, esbozando una débil sonrisa.

—No he estado durmiendo bien.

Eso es quedarse corta. Cada vez que cierro los ojos, veo el metal retorcido del columpio. Oigo los gritos de miedo de Milo. Siento el poder recorrer mis venas, salvaje e incontrolable, esperando el momento en que me descuide.

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