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Capítulo 3: Bienvenida al piso de riesgo

POV: Aurora

En cuanto la puerta de vidrio se cerró detrás de Dante Noir, el aire del piso cambió.

Teclas más ruidosas, sillas moviéndose, una risa exagerada al fondo.

Yo seguía de pie junto a la oficina de Andrade, con la credencial colgando del cuello.

—Bueno —dijo él, ajustándose las gafas—. Empecemos.

—Este es análisis de riesgo —anunció—. Datos financieros, operacionales y, a veces, cosas que nadie quiere mirar. Por ahora, tú solo vas a observar.

“Por ahora”. Dos palabras que podían significar todo y nada.

Asentí.

Lo seguí por un pasillo de cubículos, monitores dobles y tazas con café a medio terminar. El zumbido de las máquinas se mezclaba con susurros que se cortaban apenas nos acercábamos.

Sabían quién era él. Todavía no sabían quién era yo.

—Éste será tu puesto —dijo, deteniéndose ante un cubículo vacío.

Una silla, dos pantallas, un teclado, un mouse, una planta pequeña. En el borde del monitor, un post-it amarillo: “RESPIRA”.

Sentí la ironía en el pecho.

—Tendrás acceso a bases históricas para empezar —explicó Andrade—. Mañana vemos si te sumamos a proyectos activos. No quiero quemar a nadie el primer día.

“Menos a alguien que el jefe máximo decidió traer personalmente”, pensé.

—Cualquier duda, me preguntas a mí —añadió—. Y no muevas nada sin guardar una copia. Si algo se rompe, quiero saber cómo era antes.

Asentí otra vez.

—Instálate —concluyó, y se alejó hacia su oficina de vidrio.

Me senté. El asiento estaba frío. Yo no.

La cercanía de Dante había dejado una huella dentro de mi piel que no se apagaba. Calor pegado a la nuca, pecho apretado.

“Ansiedad”, me repetí. “Conoces esto. Respira.”

Me incliné para encender el computador.

—Consejo gratis: si el señor Noir te trajo personalmente y sigues respirando, ya empezaste mejor que la mayoría.

La voz me hizo levantar la cabeza.

Una chica se asomaba por encima del panel del cubículo contiguo, medio subida en su silla giratoria. Cabello castaño en un moño desordenado, audífonos colgando del cuello y una sonrisa ladeada.

Su credencial decía: Lina Morales.

—Hola —atiné a decir—. Todavía no decido si eso me tranquiliza o me asusta.

—Un poco de las dos cosas es lo sano —respondió, tendiéndome la mano por encima del borde—. Lina. Esclava corporativa, calculadora humana, dramática a tiempo parcial.

Apreté su mano. Era cálida, firme.

—Aurora —me presenté—. Nueva, ligeramente perdida y con manual de instrucciones incompleto.

—Para eso estoy yo —sonrió—. Andrade hace la parte seria. Yo te explico dónde está el café decente y qué impresora se come documentos.

—¿Siempre es así cuando aparece él? —pregunté, sin nombrarlo.

Lina torció la boca.

—¿“Él” versión jefe máximo con mirada de rayos X? —precisó—. Sí. Aunque lo tuyo fue nuevo. Nunca lo había visto traer a nadie personalmente.

—Seguro solo pasaba por aquí —intenté.

Me miró como si acabara de decir que la lluvia sube.

—Claro. Y yo soy dueña de la torre —bufó—. Si quieres sobrevivir aquí, asume algo: ese hombre no hace nada por casualidad.

El computador terminó de encender. El logo de la empresa dio paso a un escritorio lleno de accesos directos.

—¿Te activaron el usuario? —preguntó Lina—. ¿Te dejaron algo ya?

—Históricos, por ahora —respondí—. Hoy solo observo.

—Versión amable de “te estamos probando” —asintió—. A algunos nos enterraron meses en archivo muerto. A ti ya te ficharon desde arriba.

Señaló la pantalla con la barbilla.

—Regla uno del piso: nunca te quedes solo con el resumen. Si algo no te cuadra, revisa la base. Regla dos: si ves algo muy raro, no lo comentes en voz alta. Toma notas, guarda copias, respira.

—¿Hay regla tres? —pregunté.

—Sí —dijo—. Si el señor Noir te pide algo directo, respira dos veces antes de contestar una.

Me pasé una mano por la nuca. El calor seguía ahí.

—¿Siempre te duele la cabeza cuando él aparece? —solté.

Lina se sorprendió.

—¿Cómo sabes que me dolía? —frunció el ceño.

—Te tocaste la sien cuando entró a la oficina de Andrade —dije—. Y ahora tienes la misma cara.

Llevó la mano a la frente, casi por reflejo.

—Genial, soy transparente —suspiró—. Sí, me pasa seguido. No solo con él, pero aquí es más fuerte. Es como si el aire se pusiera más denso y mi cerebro dijera “hasta aquí llegué”.

—Pensé que era solo cosa mía —confesé—. En el ascensor me faltaba el aire. Y en Recursos Humanos, cuando entró, sentí que la sala se encogía.

—Entonces no estoy loca del todo —murmuró—. Bien. Si nos desmayamos, será en equipo.

Andrade apareció al borde de mi cubículo.

—Vega —dijo—. Tu acceso a las bases históricas está listo. Empieza con los registros del último año. Quiero ver cómo lees patrones. Nada de conclusiones hoy, solo observaciones.

—Entendido —respondí.

—Si algo no te calza, apúntalo —añadió—. El “por qué” viene después.

Se fue sin mirar a Lina.

Abrí la carpeta de históricos que Andrade había mencionado. Columnas, fechas, códigos de proyecto. El idioma que, en teoría, sí sabía hablar.

El calor bajo la piel seguía ahí, pero los números me dieron una calma rara. Orden. Patrones. Algo que podía controlar, a diferencia de mi reacción cuando cierto jefe se acercaba demasiado.

—Otra cosa —dijo Lina, como quien recuerda algo tarde—. Si algún día te dan un proyecto grande, de esos con nombre de perfume caro… guarda siempre una copia extra. A veces las cosas desaparecen.

—¿Desaparecen? —repetí.

—Archivos, comentarios, notas —enumeró—. No digo que sea a propósito… pero tampoco digo que no.

Tomé mentalmente nota: copias.

Abrí el primer archivo. Mientras las filas se llenaban en la pantalla, tuve una sensación extraña: como si no fuera la única mirando esos datos.

Como si, en algún piso más arriba, alguien ya estuviera esperando ver qué era lo que yo iba a encontrar.

O lo que iba a decidir ignorar.

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