Artem
El zumbido constante de los motores del avión privado era el único sonido que llenaba la cabina. Miré hacia el asiento contiguo y sentí una opresión en el pecho que no lograba sacudirme.
Naia estaba profundamente dormida o quizás, simplemente su cuerpo se había rendido ante el agotamiento extremo.
Había pasado horas llorando en un silencio absoluto, aferrada a la vasija de mármol como si fuera lo único que la mantenía anclada a la tierra. Verla así, tan pequeña y frágil, era una tortura lenta la mujer que yo había deseado con una ferocidad casi animal, esa bailarina llena de fuego y desafíos, se estaba apagando frente a mis ojos.
Me prometí a mí mismo mientras observaba el rastro de lágrimas secas en sus mejillas, que no dejaría que eso sucediera mo permitiría que la oscuridad se la tragara por completo, aunque tuviera que quemar el mundo entero para darle un poco de luz.
Cuando aterrizamos en Grecia, el sol comenzaba a teñir el horizonte de tonos naranjas y violetas la to