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La presa perfecta.
Alexia:
Bora Bora… «¿Qué mejor lugar para pasar una luna de miel?».
Es una isla paradisíaca en medio de la Polinesia, un destino que siempre soñé conocer. Solo me faltaba el dinero para hacerlo realidad y, ahora, estoy aquí, disfrutando de sus playas. Aunque, si soy honesta, sería mucho mejor estar sola, sin la insoportable compañía de mi “querido” esposo, José Do Santos.
Mientras el mar acaricia suavemente la arena y el sol se oculta entre las palmeras, me sorprendo pensando en cómo llegué hasta este punto. Recuerdo con claridad el instante en que lo vi por primera vez, almorzando en aquel restaurante de lujo junto a su esposa. Cuando su mirada lujuriosa se posó en mí, supe que debía hacer algo al respecto. Desde ese momento, todo cambió.
Me di cuenta de que era una presa vulnerable, dispuesta a dar más de lo que tenía. Aunque me repugnaban sus sesenta y cinco años, comparados con mis veinticinco, estaba decidida a seguir adelante, firme en mis propósitos, a pesar de los fantasmas que me atormentan desde la niñez; esos que despiertan en mí deseos oscuros, como aquel que tuve once años atrás, cuando debí eliminar a alguien tan despreciable como él. Pero no podía perder el objetivo. Había decidido no dejarlo escapar. Comencé a investigar sus cuentas bancarias y, para mi grata sorpresa, tenía más de lo que imaginaba: millones de dólares y propiedades que exigían una intervención inmediata de mi parte. Ver los suntuosos hoteles que llevaban su nombre me hizo prometerme que llegaría hasta la meta, majestuosa y triunfante.
Tras tres semanas hurgando hasta en los rincones más secretos de su vida, llegué a la conclusión de que sería un trabajo “fácil”. Su esposa de entonces, María Magdalena Bonner, era una mantenida sin derecho sobre su dinero. Por suerte, no tenían hijos, ni siquiera un bastardo perdido por ahí. Era cuestión de tiempo: pronto me convertiría en la dueña y señora de todos sus bienes.
Comencé a frecuentar los lugares que ellos visitaban. Esa vez fue una subasta de cuadros parisinos; al parecer, a la señora le gustaba el arte europeo. Me dejé ver por José en contadas ocasiones, y cada vez me sonreía mientras sostenía la mano de su esposa. Eso me confirmaba que el trabajo concluiría más rápido de lo que pensaba.
Con paso firme pero pausado, me acerqué a ver un cuadro y, fingiendo descuido, choqué con María Magdalena, provocando que derramara champán sobre su vestido. Ella me miró con furia y altanería. Sonrío por dentro: sé que, después de mover bien las piezas del juego, me sentiré plena.
—¡Lo siento! —exclamo—. Me distraje mirando la belleza del cuadro.
Pongo las manos sobre mi boca, fingiendo preocupación. José me mira con desenfreno, y yo, por dentro, disfruto cada segundo de mi actuación.
—¡Acabas de manchar mi vestido! —grita la vieja.
Observo en cámara lenta cómo aprieta la mandíbula con tanta fuerza que por un momento creo que sus dientes saldrán volando y caerán en alguna copa cercana. Por desgracia, eso no ocurre.
—¡Se lo pagaré! —miento, mientras busco en mi bolso una tarjeta diseñada para la ocasión, esperando que sea José quien la tome.
—¡Por supuesto que llamaré! ¡Tendrás que pagar! —vocifera indignada.
Su mirada desprende un ego insoportable. Me contengo las ganas de insultarla. Su desprecio hacia mí despierta mis viejos demonios, pero respiro hondo y finjo dulzura. El dinero me ha hecho fuerte; no tengo otra explicación.
— Si, por supuesto.
—Aunque dudo que tengas lo suficiente para pagar un vestido traído desde Europa —añade con arrogancia.
Cuento hasta diez mentalmente, sonriendo con humildad fingida. No basta para callarla, pero sí para prometerme acabar con ella algún día, de la forma más cruel posible.
Lo que no esperaba fue que José tomara mi tarjeta. Sabía que estaba interesado, pero no que se arriesgaría frente a su esposa. Su sonrisa ladeada me da asco. Tal vez en su juventud funcionaba, pero ahora solo veo en él un camino hacia la riqueza.
Imagino las mil formas que tendrá de hacerme pagar y respiro profundo para no vomitar frente a los presentes. El olor a tabaco, licor y perfume caro no alcanza a ocultar la podredumbre que llega con los años, y José no es la excepción.
Todavía no entiendo cómo logro soportar sus manos cada noche. Sé que mi prometedor futuro me da fuerzas para seguir un día más.
Antes de retirarme, José se arriesga a hacerme un guiño. Le respondo con mi mejor sonrisa de niña buena.
—Dije que le pagaré —digo con humildad.
—¡Eso espero! —dice su esposa, llena de veneno.
Me doy media vuelta y camino hacia la salida, deseando bajarle los humos a esa maldita. Prometo que, cuando todo termine, quedará tan arruinada que rogará por migajas… y ni siquiera eso le concederé.
De regreso en el hotel, miro a mi alrededor y decido cambiarme a una suite más grande. Pronto seré la dueña y señora de todo.
No pasa mucho antes de que suene mi móvil. Es un número desconocido. No lo dudo: respondo con mi voz más sensual.
—¿Diga?
Al otro lado, la voz de José. Cierro los ojos y quiero imaginar algo masculino, joven, viril. No tengo suerte. Me conformo con la certeza de que, aunque no me despierte deseo, me hará vivir rodeada de lujos.
—¿Señorita Sellers?
Me siento al borde de la cama, esperando que la conversación fluya hacia donde yo quiero.
—Sí, con ella. ¿Con quién hablo?
—¡José Do Santos! Nos vimos en la subasta esta tarde. ¿Me recuerda?
—¡Señor Do Santos! —exclamo fingiendo sorpresa—. ¿A qué debo su llamada? —dejo pasar unos segundos antes de continuar—. Qué tonta, claro, llama por el vestido de su esposa.
—No se preocupe, tiene cientos de vestidos —dice—. Compraré otros. Ella lo olvidará pronto.
Río por dentro. Tengo frente a mí a un hombre dispuesto a perderlo todo por una sonrisa.
—¿Y cómo podría agradecerle el gesto? —pregunto.
«Sé lo que vendrá»
—Me gustaría invitarla a una copa, si no le molesta.
«¡Bingo!»
—Será un placer —digo fingiendo entusiasmo—. ¿Qué tal si nos reunimos en el bar del hotel donde me hospedo?
—¿A las nueve le parece bien?
—Perfecto. Estoy en el Hotel Do Santos… curiosamente, con su mismo apellido.
—Y también soy el dueño —responde—. Espero que la atiendan como se merece.
—¿Y cómo cree usted que merezco ser
atendida? —susurro, coqueteando.
—Una mujer como usted merece los lujos y atenciones de una reina.
—¡Por Dios, señor Do Santos! Es usted todo un galán —miento—. Los hombres así son muy interesantes. Ya deseo que sean las nueve.
Cuelgo antes de que responda. Sé que quedará intrigado, y ese es mi propósito.
Tengo dos horas para prepararme, pero me recuesto en la cama. No necesito arreglos para un viejo a punto de jubilarse. Estar conmigo ya es suficiente premio.
Mientras espero, mi socio Remigio London aparece en la suite. Él lo sabe todo: mi pasado, mi presente y, a veces, hasta mi futuro. Con él me unía una mezcla de ambición y sexo. No conozco otra cosa. No sé lo que es el amor; tal vez queda un destello, pero está reservado para alguien que no existe.
Remigio se lanza sobre mí. Sus manos recorren mis muslos, subiendo por mi entrepierna. Con él no hay besos ni caricias tiernas: solo sexo. Él me da lo que necesito, yo le doy lo que quiere. Es simple. Sería absurdo negar su atractivo: alto, de ojos azules y cabello rizado. Entre nosotros no hay celos ni los habrá jamás.
Miro la hora en mi reloj de pulsera, una reliquia que guardo como trofeo de una operación fallida. No iba a quedarme con las manos vacías: le arrebaté a mi exesposo una herencia familiar. No tenía dinero, pero sí tradiciones… y se las quité todas.
A las nueve en punto, me despido de Remigio y salgo a enfrentar mi destino.
En el ascensor me miro al espejo. Pienso en cómo habría sido mi vida si mi padre me hubiera cuidado como se cuida un tesoro, si solo me hubiera visto como su hija y nada más. No me gusta recordar el pasado, pero cada vez que estoy por cerrar un negocio, la melancolía me atrapa antes de la frialdad.
Mi reflejo no miente: rostro armonioso, nariz pequeña, labios carnosos, cabello oscuro y ojos verdes. Mi cara parece inocente, pero esa inocencia me la robaron hace mucho. Solo me queda una máscara para sobrevivir.
Sumida en mis pensamientos, no noto que una familia ha entrado. A través del espejo me sonríen. Se ven felices. «¿Quién sabe lo que ocurre dentro de una familia?», pienso. Bajo la mirada y me encuentro con unos ojos color café. Fue un error. El corazón se me acelera, las manos me sudan y me falta el aire. Mis pensamientos me traicionaron, pero debía concentrarme: esa noche debía cumplir mi objetivo.
—Señorita… ¡señorita! —me saca de mis pensamientos.
Sacudo la cabeza, avergonzada de mi distracción.
—Sí, lo siento… gracias —digo con voz temblorosa.
Salgo del ascensor apresurada, sin apartar la vista de los ojos de la niña. Mis pensamientos me traicionaron, pero debía concentrarme: esa noche debía cumplir mi objetivo.
De espaldas, reconozco una cabellera canosa. Trago saliva y avanzo hacia el bar donde me espera José Do Santos. Me siento a su lado; su mirada lasciva me confirma que lo tengo rendido. Basta un movimiento para atraparlo...
Vuelvo a la realidad del agua turquesa y el aroma a sal. La sonrisa de triunfo se me borra al sentir el rugido de José a mi lado. Estoy aquí, casada, el plan está cumplido, pero el precio de esta fortuna es despertar junto a él.
La suite donde estamos hospedados es amplia y lujosa, suspendida sobre el agua, con una vista espectacular. Tiene jacuzzi, pero no pienso usarlo; no me imagino “gozando” con José. Sería un desperdicio de lujo con un hombre al que solo tolero.
—¡Buenos días, mi linda esposa! —gruñe al despertar. Maldigo por dentro, forzando una sonrisa antes de girarme hacia él.
Pasar una luna de miel con un viejo rugoso no es precisamente un sueño, pero tiene dinero, y yo vivo y muero por eso.
—¡Buenos días, amor! —digo con mi voz más dulce—. Espero que hayas dormido bien.
Lo miro como si fuera el hombre más atractivo del mundo. Tal vez lo fue hace décadas, pero ahora no vale la pena. Agradezco a Dios que su edad no le permita repetir; ya es suficiente fingir placer una vez. No hay nada más desagradable que gemir por algo inexistente.
—Por supuesto, mi vida —responde—. ¿Cómo no pasar una buena noche contigo? —alza las cejas, sonriendo con esa empalagosa galantería. Trago mi fastidio. No puedo delatarme—. ¿Y tú, amor? ¿Dormiste bien?
—Eso no se pregunta, amor —miento—. Soy la mujer más afortunada del mundo. Eres un hombre maravilloso, y deseo miles de noches como esta.
José se incorpora en la cama y se acerca demasiado. Intento zafarme, pero me sujeta de la cintura y me sienta sobre sus piernas. Finjo ternura, lo abrazo por el cuello, deseando que todo acabe pronto. Intento imaginar que es Remigio quien me toca, pero no hay comparación. La piel envejecida no engaña.
Más tarde, caminamos por la playa, tomados de la mano. Quien nos viera pensaría que somos una pareja enamorada. Cada tanto me besa; yo sonrío, fingiendo adoración. Si no fuera porque una fortuna me espera, no soportaría decirle cada cinco minutos que lo amo.
Recostada sobre la reposadera, el sol baña mi piel, observo mi argolla de diamantes. Una sonrisa se dibuja en mis labios al recordar cuando José se la quitó a su exesposa. Aún puedo ver las lágrimas recorrer su arrugado rostro.
Me siento satisfecha. Jamás olvidaré su expresión al saber que se quedaría en la calle. Mi arrogancia y satisfacción se las hice notar, recordándole que donde iba no necesitaría aquel vestido que manché en la subasta.







