••Narra Alexander••
La vi parada en la entrada del restaurante, con esa expresión de cervatillo asustada que adopta cuando se siente fuera de lugar. Sus ojos verdes, aún un poco somnolientos por la intensidad de nuestra noche, escanearon la sala, buscando a alguien y esperaba que ese alguien fuera yo.
Cuando su mirada encontró la larga mesa donde yo presidía, rodeado de todo su grupo de estudios, su ceño se frunció en una mezcla de confusión y pánico.
Levanté la mano en un gesto sutil, indicándole que se acercara. Cada uno de sus pasos hacia nosotros parecía cargado de una incomodidad palpable. Yo era plenamente consciente de nuestro acuerdo: me mantendría distante, en las sombras, dejándole tener su espacio. Pero los planes cambian. Saber que ese imbécil de Miguel, con su ojo morado como un recordatorio de mi advertencia, aún estaba merodeando y que hoy era su último día, me hizo reconsiderar. No iba a arriesgarme. Quería tenerlos a todos frente a mí, donde pudiera vigilar cada mira