La decisión de enfrentar a Elisa Lancaster no fue fácil. La idea de su mirada fría, su desaprobación silenciosa que pesaba más que cualquier grito, hacía que mis manos sudaran. Pero estaba harta de caminar sobre cáscaras de huevo en mi propia casa. Harta de los fantasmas y las tensiones no resueltas. Si quería reconstruir mi vida, tenía que empezar por sanar las grietas que me rodeaban. O al menos, eso dijo la psicóloga.
La encontré en el invernadero, como sabía que estaría. Con sus guantes de jardinería y su sombrero grande, regando sus preciadas orquídeas con una concentración que excluía al mundo entero. Su porte era tan elegante y distante como siempre, un recordatorio constante de dónde Frederick había sacado su temperamento de hielo. Respiré hondo, sintiendo el aire cálido y húmedo lleno del aroma de tierra y flores. —Elisa —llamé, mi voz sonó más débil de lo que quería. Ella no se volvió de inmediato. Terminó de re