Al subir las escaleras, se escuchaba un silencio que no era normal. Ni siquiera la servidumbre que nos recibió al principio y quiénes siempre veía moverse por los pasillos de la mansión, estaban presentes. Como si de repente estuviera abandonada.
Si me llegaba a enterar que la anaconda estaba haciendo un recorrido exclusivo por la mansión, me provocaría un infarto al instante.
Una vez que entramos a la habitación, la puerta se cerró detrás de nosotros. Frederick giró la llave, encerrándonos, y se apoyó contra la madera, cruzando los brazos. Su mirada era un muro impenetrable.
—Cámbiate —ordenó, sin mover un músculo—. Ahora.
Lo miré detalladamente. Él también estaba empapado, pero actuaba como si yo fuera la única que podría pescar un resfriado.
—¿Tú no te vas a cambiar? —Miré como su camisa se le pegaba al cuerpo, al punto de poder detallar perfectamente su silueta esculpida.
—Lo haré una vez que tú lo hagas —habló con firmeza, su gesto era la representación de la exasperación.
Él