El agotamiento era una manta pesada, pero dulce. Frederick y yo estábamos enrollados en el amplio sofá de cuero, compartiendo otra manta de lana que él había sacado de no sé dónde. Yo, medio vestida con mi ropa hecha jirones y cubierta hasta el cuello, apoyaba la cabeza en su pecho, aún resonando con el eco de nuestros latidos acelerados. La habitación era un testimonio silencioso y desordenado de nuestra pasión: papeles esparcidos, la silla volcada, mi blusa destrozada cerca del escritorio.
Pude escuchar unos ruidos y enseguida encontré al causante: el estómago de Frederick.
No pude evitar soltar una carcajada.
Cómo dicen por ahí, cuando el hambre entra por la puerta, el amor sale por la ventana.
Me aparté de él, arrastrando la manta que cubría mi cuerpo hasta el escritorio, donde al menos se había salvado el sándwich de terminar sobre el suelo. Lo llevé hasta la mesita de centro, colocándolo justo frente a sus narices.
—Supongo que deberíamos… Reponer fuerzas —murmuró, su voz aún