8. Es solo una cita
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Seraphina
El hombre viejo me saludó extendiendo su mano. Sus dedos eran largos, firmes, adornados con un anillo dorado que brillaba más de lo que debería. Tragué saliva y, con manos temblorosas, le respondí el gesto. Sentí cómo mi palma desaparecía entre la suya. Su sonrisa se amplió al notarlo, como si disfrutara del efecto que causaba en mí.
—Vamos al restaurante —dijo con una voz grave, engolada, tan segura de sí misma que me incomodó aún más—. Escogí uno caro. La reservación debe ser puntual, bonita.
Bonita. Me lo dijo como si ya me perteneciera. Como si ser bonita fuera todo lo que necesitaba ser esta noche.
—Yo… —empecé a decir algo, cualquier cosa, buscando un ancla, una excusa, una salida, pero mis ojos fueron directo a mis padres. Ellos solo me miraban con sonrisas que no eran suyas, no como las recordaba. Eran sonrisas huecas, impostadas, satisfechas. Sonrisas que me dolieron más que mil palabras.
Suspiré.
Me giré lentamente, sintiendo cómo el vestido me apretaba el pecho,