Los dos hombres que cayeron al suelo no eran otros que... los mismos secuestradores que Olga había contratado.
Ella dio un paso atrás, con los ojos abiertos como platos, completamente desencajada.
—Ya cantaron todo —dijo Diego, con una voz más cortante que nunca—. El secuestro fue idea tuya. Lo organizaste tú solita para culpar a Elsa y hacerte pasar por la víctima.
—¡Eso es mentira! —gritó Olga, negando con la cabeza, desesperada—. ¡Yo no los conozco! ¡Diego, por favor, no les creas!
Pero él no le dio margen para seguir actuando. Sacó el celular del bolsillo, lo desbloqueó y se lo mostró en la cara.
—Mira esto.
En la pantalla, una transferencia internacional. Receptora: Olga. Monto: diez millones de dólares.
Luego, una foto: Olga en la cubierta de un yate, con ropa de diseñador y una copa de champán en la mano. Muy lejos de la historia que había vendido: sola, en el extranjero, pasando hambre y frío.
Olga intentó arrebatarle el teléfono, fuera de sí, pero no lo logró.
No entendía cómo