Elena se aferró a la garra de Diego y, con voz lastimera, dijo:
—Es mi culpa, Diego. No culpes más a Ariana. Ella no sabía que era alérgica a las almendras. Te prometo... que no quiso hacerme daño.
Diego endureció el gesto y su voz se volvió glacial.
—Esa loba arrogante solo piensa en ella misma, todo por haberla malcriado tanto.
—Si Ariana no hubiera sido tan mezquina, la loba de Elena no habría sufrido así —agregó Sergio con dureza.
Tras escuchar esas palabras, Elena se retiró el cabello con un cuidado calculado, mostrando las marcas rojas que aún persistían en su piel. Cada roncha era una prueba visible de su dolor, y ella se encargó de que mis hermanos no perdieran detalle.
Carlos acercó la mano a las marcas inflamadas y, con preocupación, preguntó:
—¿Te sientes mejor ahora?
Elena negó ligeramente con la cabeza y murmuró con voz temblorosa:
—No mucho... pero no se preocupen, no me duele tanto.
Extendió sus garras lo justo para parecer débil y lastimosa, con los ojos brillando con lágrimas que amenazaban con caer.
—¡Si hubiéramos llegado un minuto más tarde a la enfermería, la loba de Elena podría haberse lastimado para siempre! —gruñó Sergio, con la rabia hirviendo en su pecho—. Y Ariana... no ha demostrado nada de pena o preocupación. Ningún enlace mental. Ninguna disculpa. Nada.
—¡Traigan a esa loba aquí! ¡Ahora! —rugió Diego ferozmente, extendiendo sus garras—. ¡Me niego a creer que siga siendo tan terca como para no disculparse!
—¡Está así porque la malcriamos demasiado! —gritaron Sergio y Carlos al unísono—. ¡Esta vez sí que va a pagar!
Se giraron bruscamente hacia un guardia cercano.
—¿Por qué te quedas ahí parado? —ladró Diego—. Trae a Ariana ante nosotros. ¡Y no olvides el látigo de plata! —La furia de Diego explotó y aulló—: ¡Elena no habría estado tres días en la enfermería si Ariana no le hubiera dado ese pastel de almendras! ¡Le vamos a enseñar a esa loba desagradecida a comportarse!
El guardia asintió y corrió hacia el sótano, mientras yo permanecía ahí como un fantasma, invisible e inaudible, observándolo todo.
Sonreí con amargura mientras sentía mi corazón roto en pedazos imposibles de unir. Confiaban tanto en Elena que jamás se molestaron en buscar la verdad.
Tres días atrás, ella me había pedido que le comprara pastel de almendras, sin mencionar jamás su alergia. Lo hice con la esperanza inocente de acercarme a ella, de construir una amistad.
Su alergia me sorprendió por completo, pero ella la transformó en el arma perfecta, y ellos... le creyeron cada palabra.
Diego, el Alfa más inteligente y capaz de nuestra manada, estaba completamente ciego ante sus juegos.
¿Cómo pudo condenarme tan rápido? ¿No podía ver que los estaba manipulando, atrayendo toda su atención como un agujero negro?
La dolorosa verdad se hizo evidente: para ellos nunca fui tan importante como Elena, ni remotamente.
Pero ya nada importaba, pues había muerto en ese sótano, y ahora podían entregar todo su amor a Elena sin obstáculos.
Un guardia regresó, pálido y tembloroso.
—Alfa Diego... no contesta desde el sótano. Por más que golpeamos, no se oye nada. Ni siquiera su loba gruñe.
Las garras de Diego se extendieron nuevamente, raspando contra el piso de piedra.
—¿Ahora qué se cree? ¿Todavía no quiere pedir perdón después de lo que le hizo a Elena? ¿Piensa que con callarse se va a salvar?
Elena se acercó despacio, bajando la mirada, y habló con voz suave y frágil.
—Por favor... ya no la culpen más. Yo no soy nadie importante, vengo de una familia sin linaje. Ella tiene sangre de Alfa, es la hija del que fue nuestro líder, su hermana del alma. ¿Cómo voy a pretender que me pida perdón a mí, que soy tan poca cosa?
El lobo de Diego gruñó furioso, mostrando sus colmillos.
—¿Piensa que callándose va a salvarse? ¿Quiere que le pongamos atención? Perfecto. A ver cómo le va cuando la echemos de aquí.
—¡Sáquenla de ahí! —gritó Sergio—. ¡Si quiere hacerse la víctima, vamos a ver qué tal le va sola!
—¡No se irá hasta que se arrodille y le pida perdón a Elena! —gruñó Carlos—. ¡Es lo menos que debería hacer!
Mientras gritaban órdenes con furia, ninguno percibió la amarga realidad que tenían ante sus ojos: su hermana, aquella que los había amado más que a su propia vida, ya no estaba, y la culpa era únicamente suya.