Diego se recargó contra la pared, sosteniendo mi cristal con tanta fuerza que le temblaba la mano, hasta que la superficie volvió a brillar. Al mirar, reconocí el rostro de Carlos, mi tercer hermano.
Carlos, el médico prodigio de la manada con una mirada penetrante como el filo de la luna, era capaz de reconocer cualquier planta medicinal por su fragancia. Hace apenas cuatro días había conseguido para él una artemisa lunar, esa hierba esquiva que tanto había buscado para crear remedios que aliviaran las transformaciones dolorosas de la luna llena. Quería darle esa sorpresa, pero morí en aquel sótano antes de poder entregársela.
Diego activó el cristal y apareció el semblante de Carlos, cuya voz surgió cálida y protectora, con esa cadencia que usaba para tranquilizar a los cachorros asustados.
—Basta ya, Ariana. No te enojes más. Sé que cometiste errores... pero regresa a casa, sin importar dónde estés. Yo cuidaré de ti.
Carlos siguió hablando con ternura ciega, sin reconocer su propia