—¿Pasa algo? —preguntó Francisco, al notar su gesto. De repente, recordó que no sabía su nombre—. Disculpe, qué grosero, ni siquiera sé su nombre.
—Soy Rubén. Rubén Alarcón.
—¡Usted! —Francisco se quedó paralizado. ¿Era él, el hombre al que todos comparaban con Efraín? Su aura de confianza era ciertamente imponente, incluso más que la de su amigo.
—¿Me conoce? —arqueó una ceja Rubén.
—Claro. No creo que haya nadie en esta ciudad que no conozca su nombre. —Francisco se recompuso de la sorpresa. No podía creer que lo había chocado a él.
—Jaja, ¿de verdad? Me alegra que me conozca. ¿Le parece si comemos pasta? —Los dedos largos de Rubén tamborilearon sobre la mesa. Sus labios sensuales se curvaron en una sonrisa. Francisco tuvo que admitir que ese hombre había nacido para estar en la cima.
—Claro. Mesero, dos platos de pasta, por favor. ¿Algo más? —Miró a Rubén. Este negó con la cabeza. Francisco se sintió un poco avergonzado. ¿Esto era suficiente como compensación?
—Así está bien. —Rubé