Leighis Noor había descubierto hacía tiempo que su don de luz no era solo un obsequio divino, sino también un arma silenciosa que podía abrirle puertas en la corte del emperador. Su aura dorada, aquella energía pura que emanaba de sus palmas y recorría sus venas como un río eterno, tenía la capacidad de sanar heridas, purificar enfermedades y prolongar la vida. Sin embargo, no todos eran dignos de recibirla.
Orgullosa de su linaje élfico, marcada por siglos de tradición y una crianza donde la jerarquía lo era todo, Leighis elegía con cautela a quién tocaba con su luz. Los nobles de Atira; la nueva denominación que Atlas había impuesto a la otrora gloriosa Krónica; acudían a ella en secreto o en público, buscando su bendición. Ella, vestida con túnicas blancas que dejaban al descubierto sus hombros y la larga línea de su cuello, posaba las manos sobre los enfermos y heridos, y un resplandor cálido bañaba la sala. Los presentes contenían la respiración, como si fueran testigos de un mil