Otro día, otro lío que resolver. Esa ha sido mi vida en los últimos años: apagar incendios y alinear estrategias para sostener el imperio que he construido. Un imperio que, honestamente, creo que merece estar bajo mi mando.
Mi padre nunca me ha entendido. Siempre ha sido un hombre de métodos antiguos, de esos que creen que la lealtad y la ética son el único camino. Para él, la imagen es sagrada y, claro, una imagen limpia no mancha la alfombra. Pero yo sé que los negocios verdaderos no funcionan así.
Mi estilo es más moderno, más agresivo y, sí, un tanto arriesgado, pero estoy convencido de que esa es la clave del éxito hoy en día.
Sin embargo, parece que esa perspectiva comienza a pasarme factura. Estaba en mi oficina, dedicándole unas palabras a mi hermosa prometida, disfrutando de su presencia en mi regazo, deslumbrante y encantadora, mientras le ofrecía toda esa atención y ternura que, siendo sinceros, jamás le brindé a mi ex.
La adoraba, o al menos eso creía cada vez que veía su