Capítulo 1 - Un conveniente contrato.

El lunes por la mañana, Eileen se levantó a las seis, como era su costumbre, le preparó el desayuno a Malena y su lonchera, ya que, como todos los días, lo pasaría en el colegio.

No le gustaba para nada la idea de que se tuviera que quedar todo el día allí, pero era la única manera que tenía para poder trabajar y proveerla de lo mejor.

Luego de dejar a Malena en la escuela que habían escogido con su exmarido, tomó un taxi y le indicó la dirección de Anderson Inc. al taxista.

Eileen comprobó la hora en su móvil y notó que llegaría mucho más temprano de lo habitual en ella.

«Al menos, podré tomarme un café con tranquilidad», pensó mientras el taxi se acercaba a la empresa.

Una vez frente al edificio, propiedad de los Anderson, Eileen le pagó al taxista, se apeó del coche y se encaminó hacia las puertas acristaladas.

Al entrar, comprobó que el lugar se encontraba en silencio, como había imaginado. La única persona que se encontraba allí era la recepcionista, que la saludó con el cansancio grabado en el rostro.

Sin perder tiempo, Eileen se dirigió al elevador y pulsó el número dos, piso en el que se encontraba el despacho del CEO y dueño de la empresa y, por ende, también su oficina; dado que ella era su secretaria.

Cuando las puertas del elevador se abrieron, se encaminó hacia la máquina de café, sin embargo, antes de que la alcanzara, una alta figura masculina se interpuso en su camino.

Eileen dio un respingo, sobresaltada. Cuando se percató de quién se trataba, sus ojos se abrieron de par en par. ¿Qué hacía Joseph Anderson en la empresa tan temprano?

—Buenos días, Eileen —saludó y esbozó una sonrisa que llegó hasta sus ojos, algo bastante impropio en él.

Eileen parpadeó desconcertada, aquella sonrisa le revolvía el estómago de manera frenética, era preciosa; aun así, no podía dejar de pensar qué era lo que sucedía.

—Bu-buenos días, señor Anderson —tartamudeó y tragó saliva.

—Puedes llamarme, Joseph —dijo el hombre y Eileen se quedó aún más pasmada.

¿Qué diablos estaba pasando? ¿Por qué su jefe había cambiado radicalmente su trato hacia ella? Nunca le había faltado el respeto, pero siempre había sido más bien frío hacia ella.

—¿Tienes un momento? —preguntó Joseph, aún sonriente.

—Esto… eh, sí, sí, claro. Solo iba por un café —balbuceó.

—Perfecto, podemos tomarlo juntos. —Joseph alzó las cejas.

Aquel simple gesto hizo que las mariposas en el estómago de Eileen revolotearan con mayor fuerza.

—Por supuesto —accedió y le devolvió la sonrisa.

No entendía lo que estaba pasando, pero no le quedó más remedio que aceptar la petición de Anderson.

 A continuación, el hombre tomó dos cafés de la máquina expendedora, le entregó uno a Eileen y la invitó a acompañarlo a su despacho.

Eileen se sentía en las nubes. No lo podía creer. Desde que había entrado a la empresa, siempre se habían mantenido cada uno en su sitio y era él quien iba a buscarla a su oficina.

Una vez que ambos tomaron asiento, uno frente al otro, Joseph inspiró profundamente, buscando las palabras adecuadas para decirle lo que necesitaba mientras Eileen lo miraba expectante.

—Verás, Eileen… —Se aclaró la garganta—, me gustaría pedirte algo.

—Sí, se… —Se interrumpió—. Sí, Joseph, dígame qué necesita.

—Esto… —dudó y se humedeció los labios—. Bien, quizás te parezca raro, ya que es algo personal y no nos conocemos demasiado. Siempre hemos mantenido una relación meramente laboral, pero… —Eileen frunció el ceño— me gustaría proponerte algo.

—Dígame, por favor. —Sonrió, incómoda—. Sé que podré entenderlo, no se preocupe.

—Bien… —Inspiró profundo y soltó el aire lentamente a través de sus fosas nasales. Eileen era consciente de que la incomodidad de su jefe era mucho mayor a la de ella—. Quizás parezca una locura, pero quería preguntarte… Eileen, ¿te casarías conmigo?

—¡¿Qué?! —exclamó la muchacha, con los ojos abiertos de par en par.

¿Acaso había oído bien? ¿Su jefe le estaba proponiendo matrimonio, así, de la nada? ¿Qué diablos significaba aquello? ¿Acaso Joseph Anderson se había vuelto loco o es que ella estaba viviendo en un sueño?

Su jefe siempre le había parecido atractivo y, en cierto modo, sentía una atracción hacia él. Pero aquello nunca había pasado de la idealización. ¿Cómo alguien tan apuesto y adinerado se iba a fijar en una pobre zarrapastrosa como ella?

—Mira, entiendo que te tome por sorpresa —dijo Joseph al ver que Eileen no respondía y tan solo lo miraba boquiabierta—, pero creo que es lo que más nos conviene a ambos. —Carraspeó, incómodo. Los nervios le habían secado la garganta—. Es algo meramente por conveniencia. —El corazón de Eileen se hizo trizas. «Ya me lo imaginaba», pensó y tragó saliva. Se le había formado un nudo en la garganta—. ¿Qué dices?

—¿Y qué ganaría yo? —preguntó, intentando que no se le quebrara la voz.

—Pues que tú y tu hija —Joseph no estaba enterado de la situación real de Malena y ella— tendrán todo lo que necesitan en todo momento.

—Y en su caso, ¿en qué le beneficiaría casarse con alguien como yo? —Sus ojos se humedecieron por un momento. Se sentía sumamente inferior a aquel hombre. ¿Qué sentido tenía que le propusiera matrimonio?

—En mi caso, ganaría la libertad.

—¿Cómo así? —Frunció el ceño.

—Bien, no puedo casarme con Patsy. No puedo atarme a una persona que no quiero —se sinceró.

—Pero tampoco me quiere a mí.

—Al menos te aprecio.

Eileen alzó las cejas y sonrió.

—Gracias, supongo. —Rio.

—Lo digo en serio. Tú eres la única mujer con la que me atrevería a casarme, por eso te lo estoy proponiendo. Los dos saldremos ganando —dijo, tras suspirar.

—Señor, digo, Joseph, bien sabe que puede rechazar el compromiso. Decirle a su madre y a sus hermanas, incluso a Patsy que no está dispuesto a casarse con ella. No es necesario que se ponga, nos ponga, en esta situación.

Joseph bufó.

—No conoces a mi familia lo suficiente. —Sonrió—. Y mucho menos a Patsy. Esa m*****a está loca, desquiciada.

Eileen abrió los ojos de par en par. Era la primera vez que oía a Joseph Anderson expresarse de aquella manera.

—Ten —dijo, a continuación, y le entregó una carpeta de color marrón.

Eileen la ojeó y abrió los ojos de par en par.

—Esto es un contrato.

—Así es —asintió Joseph—. Puedes leerlo tranquila.

Eileen así lo hizo, deteniéndose en cada una de las cláusulas.

Después de varios minutos, la joven alzó la mirada y lo observó con mayor incredulidad.

—Aquí dice que, si me caso con usted, por un periodo de cinco años, usted se compromete a mantenernos a Malena y a mí «de por vida».

Joseph asintió.

—Eso es demasiado tiempo —argumentó la muchacha.

—¿El matrimonio?

—No, el que nos mantenga de por vida. Entiendo que, para usted, casarse conmigo es una salida fácil y rápida para librarse de Patsy, pero ¿por qué comprometerse a tanto?

—Porque me parece lo justo —respondió Joseph.

—Lo justo sería que, si nos quiere mantener, lo haga por el tiempo en el que estemos casados, nada más.

—El contrato es inamovible, salvo que quieras agregar algo a él. Si tú aceptas convertirte en mi esposa, yo me encargaré de ti y de la niña por el resto de sus vidas —sentenció.

—Pe-pero ¿por qué?

—Porque es mi única salida. Además, eres inteligente, eficiente, eficaz, educada, bella…

Eileen se ruborizó. Jamás había imaginado que Joseph pudiera halagarla tanto.

—Jo-Joseph —tartamudeó—. No puedo permitir que nos mantenga. Entiendo la situación desesperada en la que se encuentra, pero, a pesar de que me halaga, no creo que sea lo mejor para ninguno de los dos.

—¿Acaso no me consideras el hombre ideal para ti? —alzó una ceja y esbozó una media sonrisa.

Eileen tragó saliva.

—No es eso, es solo que…

—Es solo que te apena casarte por contrato.

—Bueno…, sí —admitió Eileen al cabo de un momento.

—Mira, sé que lo que te he propuesto no es algo cómodo, ni siquiera para mí, que jamás había pensado en casarme, pero me lo he reflexionado mucho, créeme. Eres la mejor candidata para ser mi esposa.

—¿Cómo puede decir eso? ¡Apenas nos conocemos! —exclamó Eileen y abrió los ojos como platos.

—Pues en los meses que llevamos trabajando juntos nos hemos entendido más que bien y no hemos tenido ningún problema, ¿cierto? —Eileen asintió—. Pues ahí lo tienes, no hay nada más difícil que congeniar en lo laboral. Si lo hemos logrado, creo que podremos mantener unos años de matrimonio. Así mismo, ambos estamos en la cuerda floja. Me tomé el atrevimiento de ver dónde vives y cómo vives, y me apena.

—¡No necesito que sienta pena por mí! —exclamó Eileen, enfurecida—. Si esto lo está haciendo porque me tiene lástima, bien puede irse olvidando de que haya una minúscula posibilidad de que acepte su propuesta.

—No —la detuvo, al ver que se ponía de pie—. Espera, no me malinterpretes. No quise decir que me dieras pena, es solo que me gustaría poder ayudarte.

—Ya me ayuda dándome trabajo, no hace falta que se case conmigo.

—Por favor —dijo Joseph en tono de súplica—. Puedes pensarlo si quieres… no tienes por qué darme una respuesta ya mismo, sin embargo, créeme que esto no lo hago por pena. Simplemente, lo hago porque es algo que nos conviene a ambos.

Eileen permaneció en silencio por un momento, pensativa.

Una parte de sí, gritaba que aceptara sin pensárselo tanto, mientras que otra le cuestionaba que dónde quedaba su ética y su moral.

Ética y moral. ¿Acaso tenía sentido?

Como su jefe había dicho, con aquel contrato ambos se ayudarían mutuamente, y, aunque le pareciera irrisorio, Male y ella serían las mayores beneficiadas.

—Si acepto… —comenzó a decir y Joseph alzó la mirada, la cual había enfocado en sus dedos entrelazados—, ¿qué hay de mi trabajo?

—No necesitarías trabajar. —Se encogió de hombros.

—Pero, aunque no lo necesite, no puedo vivir sin ello —repuso—. Si algo me enseñaron mis padres es que el trabajo dignifica.

—Siendo así, podemos agregar una cláusula al contrato. —Eileen lo miró con las cejas en alto—. Desde que te conviertas en mi esposa, tendrás el mismo derecho que yo en la empresa. 

Eileen inspiró profundo, contuvo el aire mientras cerraba los ojos y, a continuación, lo soltó, antes de abrir los ojos de nuevo y, mirándolo fijamente, decir:

—No puedo aceptarlo, Joseph. Lo siento, va contra mis principios.

Joseph se quedó de piedra. Aquella respuesta era la última que esperaba. ¿Qué se creía aquella mujer?

Simplemente, asintió con frialdad y dijo:

—Puedes irte —la despachó sin más.

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