Hacía mucho frío en el interior de aquella celda; había perdido la noción del tiempo y no sabía si era de día o de noche. Ni siquiera recordaba cuánto tiempo llevaba secuestrada. No había día en que no lamentara haberse apartado del resto; si tan solo hubiera dejado de ser tan insensata y de lamentarse por el pasado, hubiese subido aquel día directamente a su habitación y ahí habría esperado a su marido.
Estaría cazando a Darío, no siendo su presa.
Se enterraba las uñas en las palmas de sus manos, en su desesperada angustia por olvidar dónde y con quién se encontraba. Ya no sollozaba, solo permanecía con la mirada perdida mientras pensaba que, al menos ahí, no abusaban de ella.
Más allá de su celda, en la planta superior, llegaban los hombres de Darío a informar sobre la situación en las calles de Italia. Vender sus productos estaba costando demasiado y lo había enemistado con muchos de sus socios, tras haber perdido mercancía y dinero que se extraviaba en el camino.
—¿Qué hay de Bari