Livia
Pasadas las cuatro de la mañana, el Pakhan y su mujer se retiraron a su habitación, seguidos por su equipo. Se les había entregado un ala del segundo piso, para que estuvieran más cómodos y con más privacidad.
Matteo me guio hacia afuera, las lámparas iluminaban los alrededores y los hombres hacían sus respectivas guardias.
—¿A dónde vamos? —pregunté, tratando de mantenerme firme; había bebido demasiado.
Él me sostenía de la cintura, caminando en silencio por el sendero que bajaba a la playa.
—¿No podías esperar hasta mañana? Mis pies me están matando —me quejé, aferrándome a su cuerpo para no irme de narices contra el suelo.
—No —respondió, severo. Para haber bebido bastante, parecía bastante lúcido, a diferencia mía, que arrastraba un poco las palabras y, por momentos, veía todo borroso.
Seguimos andando hasta detenernos en el puerto, donde un lujoso yate estaba anclado, de color negro y de tres niveles. Sonreí, maravillada con lo hermoso que se veía; giré a verle: me observab