Dormí hasta pasado el mediodía, muy cómoda en el gran sillón entre los ventanales, bien abrigada bajo un pesado manto de pieles que hallé en el guardarropas de Olena, que a las claras ella jamás había usado.

Me senté para mirar hacia afuera, a ver cómo seguía el clima, y sentí una punzada en el vientre. Un súbito acceso de miedo me inmovilizó. Conocía esas punzadas. Nunca las había experimentado hasta que me capturaran, pero desde entonces sólo presagiaban uno de los violentos accesos de furia de Olena contra mí. Porque eran dolores premenstruales.

Sabiéndome sola y medianamente protegida de oídos indiscretos, me permití un momento de terror antes de obligarme a sobreponerme a mis emociones.

Nunca me había preocupado la posibilidad de quedar embarazada. Para cuando llegara el invierno y tuviera oportunidad de huir, el bebé ya estaría firme en mi seno, de modo que resistiría mi fuga. Y una vez que regresara a Reisling, bien, no importaba quién fuera el padre. Era mi bebé y lo criaría c