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La primera vez que vi al rey Alvar, no pude evitar que mi corazón latiera más rápido. Porque tenía un parecido físico inquietante con Mael y sus hermanos. Alto y fornido, pálido, ojos azules, pelo azabache, la nariz recta y las facciones, fuertes pero agradables, que caracterizaban a los hijos de la reina Luna. Olena advirtió de inmediato mi agitación y me dirigió un guiño cómplice.

—Tranquila, Sivja —me susurró—. Ya sé que a primera vista parece un lobo, pero no tiene ningún vínculo con los perros que te esclavizaron.

Me limité a asentir levemente, la vista baja, sintiendo el calor fugaz que debía haber coloreado mis mejillas.

Olena jamás había insistido en que le explicara mi presencia entre los lobos cuando me capturaran, y yo jamás le había ofrecido información. Ella sólo sabía que vivía con ellos y que había sido madre. Y al parecer, eso le había bastado para convencerse de que mi historia era similar a la suya: esos lobos malvados me habían tomado prisione

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