La Propuesta Descarada del Magnate Ruso
La Propuesta Descarada del Magnate Ruso
Por: Katia Parra
Capítulo 1 – El Encuentro

El despertador suena como un golpe en la cabeza. Emily se cubre la cara con la manta. Solo cinco minutos más. Se quedó estudiando hasta tarde para el examen de hoy. Se levantó a las tres de la mañana, repasó fórmulas, tomó café frío y volvió a dormirse sin querer. Ahora el cuerpo le pesa como si llevara piedras encima.

Se levanta como puede y camina al baño. Está ocupado. Suspira. No es la primera vez.

Sale al pasillo y se detiene. Hay cristales rotos en el piso. Gotas de sangre. La camisa de su papá está tirada, rasgada. Otra pelea. Otra noche de borrachera. Otra vez lo mismo.

—¿Papá? —pregunta, acercándose de nuevo a la puerta del baño.

No hay respuesta. Solo el sonido del agua cayendo. La puerta está entreabierta. Empuja y lo ve: tirado en el suelo de la ducha, con una herida en la frente y otra en el costado. El agua le cae en la nuca. Está dormido. O quizás desmayado.

Emily suspira. Cierra la ducha, lo arrastra hasta la cama y le cura las heridas como puede. A sus diecinueve años, ella es quien sostiene la casa. Su papá solo trabaja, bebe y juega. Desde que su mamá murió, él se fue apagando. Ella no. Ella sigue.

—Lo siento, hija… no soy nada —murmura él, borracho.

Emily no responde. Solo lo cubre con una manta, deja agua en la mesa y sale. Tiene que ir al trabajo. Tiene que seguir. No hay tiempo para llorar. No hay tiempo para nada.

***

El hotel brilla como si no existieran las deudas. Emily llega a las cinco de la mañana, como siempre. Es camarera. Doce horas al día. Con ese sueldo mantiene a sus hermanos y paga sus estudios. No hay lujos. No hay descanso. Solo esfuerzo.

Mientras acomoda el carrito de limpieza, escucha el ascensor. Pausa la música. Siempre lo hace. Por precaución. Aprendió a leer los sonidos del hotel como si fueran señales de tráfico.

Nicolay Romanov entra al vestíbulo como si fuera dueño del lugar. Dos guardaespaldas lo acompañan. No habla. No sonríe. Pero todos lo notan. Los empleados se enderezan. Los botones se apresuran. El aire se vuelve pesado.

Y entonces la ve.

Una chica delgada, cabello castaño, concentrada en su trabajo. No lo mira. No lo nota. Pero él sí. Algo en ella hace que detenga su andar por un momento. La observa detenidamente y su belleza lo absorbe. Lo atrae. Simplemente: la quiere y él, Nicolay, toma lo que quiere aun sin pedir permiso.

—¿Quién es ella? —pregunta en ruso.

—Emily Campbell. Camarera. Vive en Queens. Estudia ingeniería. Tiene dos hermanos. El padre tiene problemas con el alcohol. —El guardaespaldas revisa una vez más su tablet—. Tiene una pequeña deuda en el casino, nada relevante.

Nicolay sonríe, apenas.

—Bien. Denle más crédito. Quiero ver hasta dónde llega.

—Sí, señor.

Ella coloca una flor en el jarrón de la suite presidencial. Un gesto simple. Pero él lo siente como un delicado detalle. Como una grieta que en comienza a notar en su armadura. No sabe por qué. Pero el parecido con la única mujer que ha amado en esta vida hace que su interés aumente.

—Tráiganla. Con cuidado. Sin presionarla.

El hombre asiente y se acerca a Emily. Ella está acomodando los productos de limpieza. La música no le deja escuchar. Está concentrada en dejar todo perfecto. Como siempre.

—Señorita —dice el hombre.

Ella no responde. Él le toca el brazo. Se sobresalta por no percatarse de la persona.

—¡Dios! ¿Qué pasa? —debe inclinar la cabeza hacia atrás para poder verle la cara.

—Mi jefe quiere verla. De inmediato.

Observa el hombre alto y fornido. Se ve atemorizante. Pero ella se siente mas confundida que impresionada.

—¿Necesita algo?

—La está solicitando.

Emily frunce el ceño. No entiende. ¿Por qué la solicita? ¿Habrá hecho algo mal?

Se quita los guantes, se limpia las manos. Llama a su supervisora y esta le da el permiso para continuar. Golpea la puerta de la suite tres veces. Una voz grave responde:

—Adelante.

Ella entra. Se queda quieta. El hombre frente a ella es alto, elegante… y muy atractivo. Tiene una mirada que no se puede esquivar. Como si leyera todos sus pensamientos sin preguntar nada.

—Buenos días. ¿Necesita algo, señor? —mantiene la vista baja.

—Mírame —dice él.

Ella levanta la cara. Lo mira. No sabe si está nerviosa o molesta. Pero lo hace.

—¿Tu nombre?

—Emily Campbell —el parecido abismal con su difunta esposa lo impresiona.

Un pequeño tic en la mandíbula lo delata. Pero Emily no lo descifra.

—¿Estás asignada a este piso?

—Sí, señor.

—Necesito una acompañante para esta noche. Pagaré bien.

Emily se queda en shock. Niega con la cabeza. ¿Una acompañante? ¿Por qué ella?

—Tengo un examen importante en la universidad. No puedo faltar.

—Uno de mis hombres la llevará. Presentará el examen y volverá hasta esta misma suite para arreglarse.

—No puedo. Tengo familia. Ellos necesitan de mí.

—No se lo pregunté. Termine tu turno. Presente la prueba. Y regrese aquí. Es una orden.

Emily lo mira. No sabe si tener miedo o rabia. Pero algo en su voz le dice que no está jugando.

—Con todo respeto —trata de contener el mal genio que en ocasiones la traiciona y que este hombre definitivamente hace que aflore —No soy acompañante, señor. Soy camarera.

—Lo sé. Pero quiero que me acompañe esta noche. Solo eso.

—¿Por qué yo?

—Porque me recuerda a alguien. Punto. Y porque si quiere conservar su trabajo, debe hacerlo.

Ella traga saliva. No sabe qué responder. El dinero sería útil. Muy útil. Pero no le gusta cómo la mira. No le gusta cómo decide por ella.

—En ese caso. Necesito pensarlo.

—Tiene hasta que termines tu turno.

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