Capítulo 4

Alejandro

Despierto con el aroma de ella todavía en mis dedos.

El sol entra por el ventanal del loft en Santiago como una maldita ironía: demasiado puro para lo que pasó anoche. Pero no me importa.

Su rastro está en mis sábanas, en el cristal empañado de la ducha, en la piel de mis labios.

Isabella.

Ella debería ser un juego. Un desvío. Una noche para olvidar.

Pero no lo es. Ni de cerca.

Camino hasta la cocina, sirvo café negro, amargo, como me gusta.

El diario está sobre la mesa. No lo abro.

Mi móvil vibra: llamadas perdidas, correos de inversionistas, mensajes de una mujer que no recuerdo haber citado.

No respondo ninguno.

Solo abro la cámara de seguridad. Sí, esa. La que instalé discretamente en la entrada del edificio frente a su colegio. Ahí está.

El uniforme. La mochila. El cabello suelto esta vez.

Parece frágil. Pero no lo es.

Sé exactamente cuán poderosa puede volverse con un gemido.

Cierro los ojos. La recuerdo atada, rendida, pidiendo más.

Temblando. Desafiándome incluso en la sumisión.

Y algo en mí se revuelve.

No puedo concentrarme.

Mi agenda dice que hoy tengo una reunión en Las Condes con los socios del nuevo proyecto inmobiliario.

Pero mis piernas ya están moviéndose en otra dirección.

Y mi auto, el Maserati negro, ya ruge por la autopista Costanera Norte.

No debería hacer esto.

Sé lo que arriesgo. La ley. Mi nombre. Mi poder.

Pero ella...

Ella me hace sentir vivo. Como si todo lo que he construido fuera de cartón al lado del fuego que sale de su boca cuando gime mi nombre.

Aparco frente al colegio. Me bajo con las gafas oscuras y el abrigo italiano que me compré en Milán el año pasado. Nadie sospecha. Nadie se atreve a mirarme.

Estoy acostumbrado a eso.

Camino hasta la esquina. Observo.

Y entonces la veo.

Sale por la puerta principal. Ríe con una amiga.

Come un helado. Habla como cualquier adolescente común.

Pero yo sé la verdad.

Sé lo que es tenerla desnuda en mis manos. Sé cómo tiembla cuando la beso. Cómo se arquea cuando le ordeno que se quede quieta.

La imagino ahora, con el uniforme aún húmedo del deseo que no se va del todo. La imagino sentada en ese pupitre incómodo, escribiendo en su cuaderno mientras recuerda cómo gemía anoche.

Y eso me enloquece.

Entonces ella me ve.

Un segundo. Dos.

Sus ojos se abren. No de miedo. De reconocimiento. De hambre.

Ella no sonríe. No saluda. Pero sus pasos se vuelven más lentos.

Como si me invitara a seguirla.

Y lo haría. Al infierno si hace falta.

Espero que cruce la calle. Y lo hace. Sola. Como si supiera que la voy a atrapar.

Cuando está a punto de doblar la esquina, acelero el paso.

—Isabella —digo su nombre como un secreto compartido.

Ella se detiene. No se gira. Solo me espera. Me acerco por detrás. No la toco. Pero ella tiembla. Y yo sonrío.

—¿Te gustó lo de anoche?

—No —responde sin mirarme—. Me destruyó.

Cierro los ojos.

Sí. Esto ya no es un juego.

—Me destruyó —dice. Y no me mira. Pero su voz tiembla como si lo deseara de nuevo.

—Entonces ven —susurro—. Deja que termine de hacerlo.

Camina delante de mí. Nadie nos sigue. Nadie nos ve. Somos un pecado sigiloso deslizándose entre calles grises y alumnos ruidosos.

Ella gira por una calle lateral, luego otra. Y se detiene frente a una puerta antigua de madera agrietada. Una librería. O lo que fue alguna vez.

—Aquí... solía esconderme cuando no quería volver a casa —murmura.

Empuja la puerta. Cruje. Y el olor a papel envejecido y polvo nos traga.

No hay nadie. Solo estanterías vacías, una lámpara rota colgando del techo, y ese silencio que parece contener la respiración del mundo.

Ella entra. Yo cierro la puerta. Y entonces, la tensión cae sobre nosotros como lluvia espesa.

—¿Sabes cuántas veces pensé en ti hoy? —le digo.

Mi voz retumba en el espacio como un disparo suave.

Isabella me mira por fin. Y sus ojos ya no son de adolescente.

Son de mujer que empieza a entender el poder que tiene.

—Yo también pensé en ti —responde—. En tu boca.

En tus manos. En cómo me hiciste gritar con solo dos palabras: quédate quieta.

Mi respiración se vuelve lenta. Letal.

Camino hacia ella. Cada paso es una amenaza envuelta en terciopelo.

Cuando estoy frente a su cuerpo frágil, ese cuerpo que ya es un mapa mío, levanto una mano y le acaricio la mejilla.

—¿Quieres que lo repita?

Ella asiente.

No hay besos dulces. No hay romanticismo barato.

Hay deseo. Crudo. Peligroso.

La tomo por la cintura, la empujo suavemente contra una de las estanterías vacías. El polvo se levanta. El sol entra en haces dorados por las rendijas.

Mis manos bajan por sus muslos. Suben la falda de su uniforme. Y sus labios se separan en un gemido apenas audible.

—Aquí... podríamos ser descubiertos —susurra, jadeando.

—Eso lo hace mejor —le respondo, rozando con los dedos el borde de su ropa interior.

Ella no me detiene. Ella lo abre todo. Piernas. Boca. Alma.

Y yo...yo me arrodillo ante ella como si fuera mi religión secreta.

Su espalda golpea ligeramente los estantes. Mis labios devoran el centro de su deseo, como si con eso pudiera borrar la idea de que ella es demasiado joven, de que yo estoy demasiado roto, de que este mundo, si nos ve, nos haría cenizas.

Pero aquí... donde solo los libros olvidados nos espían,

ella es mía. Y yo soy suyo.

Y cuando termina, cuando su cuerpo tiembla, y su voz se rompe diciendo mi nombre como si doliera, nos quedamos en silencio.

Solo un suspiro compartido. Solo dos miradas que saben que esto no es suficiente.

Nunca lo será.

Desayuno solo. Como siempre.

Los ventanales del penthouse me muestran Santiago desde las alturas. Torres, autos, rutina. Todo sigue igual.

Menos yo.

Desde que ella entró en mi vida con esa mirada de niña insolente y boca de mujer peligrosa, nada encaja.

El café sabe diferente. Las reuniones me aburren.

Incluso el sexo casual, que antes era un deporte con reglas claras, ahora me da asco.

No quiero otra boca. Quiero la suya.

No otra piel. La suya, temblando entre mis dedos.

Camino hacia el espejo del vestidor. El traje negro de Hugo Boss me queda impecable. Corbata gris, reloj suizo, sonrisa vacía.

Pero debajo de todo eso... estoy herido.

¿Desde cuándo una chica de colegio es capaz de desordenarme así?

En la oficina, los números fluyen. Firmo contratos, doy instrucciones, manejo millones como quien juega al ajedrez.

Pero algo anda mal.

Mi asistente, Camila, me mira con más atención de la habitual.

—¿Dormiste mal, Alejandro?

—No. ¿Por qué?

—Te noté... distraído en la videollamada con Japón. Olvidaste un nombre. Y tú nunca olvidas un nombre.

La observo. Camila tiene razón. Es eficiente, discreta... pero también muy intuitiva. Lleva tres años a mi lado. Me conoce más de lo que me gustaría.

—Estoy bien —respondo cortante.

Ella no insiste. Pero su mirada queda flotando como una alarma silenciosa.

Al atardecer, asisto a una gala en el Club de Polo.

Empresarios. Políticos. Mujeres con vestidos que quieren atención.

Hombres con relojes que gritan poder.

Camino entre ellos como una sombra elegante.

Pero mi mente está en otra parte.

La imagino en su cuarto, dibujando en los márgenes de algún cuaderno. Quizá con el uniforme todavía puesto. Quizá con las piernas marcadas por mis dedos.

Y me enciendo por dentro.

—Alejandro —dice una voz a mi lado. Es Verónica.

Abogada. Ex amante. Peligrosa.

—Hace días que no respondes mis mensajes.

—He estado ocupado —respondo sin mirar.

—¿Tanto como para ignorarme? Pensé que éramos más que conocidos ocasionales.

La observo. Vestido rojo. Perfume caro. Ego herido.

—Ya no me interesan las mujeres que quieren saber más de lo necesario.

Verónica entrecierra los ojos. Su voz baja un tono.

—Dicen que te han visto por Providencia. Cerca de un colegio.

Muy cerca.

Mi sangre se congela.

—¿Quién lo dijo?

—Eso no importa. Lo que importa es por qué un hombre como tú estaría en esa zona... tan seguido.

Miro a mi alrededor. Todos sonríen, beben champagne, ignoran que mi mundo empieza a tambalear.

—Ten cuidado, Alejandro —susurra—. Los secretos, cuando arden demasiado, terminan quemándolo todo.

Esa noche no duermo. Solo veo su nombre en mi pantalla. Pero no le escribo.

No puedo arrastrarla conmigo si las sombras empiezan a crecer.

Y, aun así, sé que mañana... volveré a buscarla. Aunque me cueste el imperio. Aunque me cueste el alma.

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