Alejandro
El sol de la mañana entraba a raudales en el ático, inundando la suite con una luz dorada y expuesta. Me desperté y la encontré de pie junto a la ventana, vestida con un albornoz de seda que yo le había regalado, mirando la ciudad que ahora estaba formalmente fuera de su alcance. Su silueta era perfecta contra el resplandor, pero la forma en que sostenía su cuerpo, la rigidez en sus hombros, me dijo todo lo que necesitaba saber.
Ella ya no era solo mía. Ella era mía con reservas.
El terror de ser descubierta había dado paso a la fría realidad de la dependencia. La pasión de anoche, aunque real y visceral, había sido tanto un acto de desesperación como un juramento. Había sido el pegamento que unía nuestra fuga, pero para mantener la estructura, necesitaba algo más.
Necesitaba borrar el miedo con amor.
Me levanté en silencio y fui a su encuentro, envolviéndola en un abrazo desde atrás. Apoyé mi barbilla en la curva de su cuello, sintiendo el perfume que yo mismo había elegido