Isabella
Dos meses. Habían pasado sesenta días desde que había cruzado el umbral del búnker, desde que la vida que conocí se había desvanecido en el humo de una confesión a medias y el juramento apasionado de un hombre.
La vida aquí era un eco distorsionado de la realidad. Había cambiado el mármol frío de la casa Montesinos por el mármol oscuro y pulido de este ático; el uniforme escolar, por sedas y cachemir de diseñador; la tiranía de mis padres, por la tiranía de la devoción de Alejandro.
Mi rutina era ahora una coreografía de lujo y aislamiento. Me despertaba sola en las sábanas de seda negra, el sol de Santiago entraba con fuerza por la pared de cristal. Alejandro siempre se levantaba antes que yo. Lo encontraba en la sala de estar, frente a la inmensa pantalla de proyección que servía como su oficina, rodeado de gráficos financieros y noticias bursátiles. Él era el amo de la ciudad que se extendía bajo nosotros, y yo era la joya más preciada de su caja fuerte.
Mi primer miedo, e