Isabella
El trayecto fue un borrón de luces nocturnas y el silencio sofocante que se había instalado entre nosotros. Mi mano, entrelazada con la de Alejandro, se sentía entumecida, pero su calor era el único ancla que me impedía flotar a la deriva en el abismo de las revelaciones de Catalina. No había regresado a ser la Isabella de antes, la colegiala enamorada. Ahora era la cómplice, la refugiada, la que acababa de aceptar una verdad a medias sobre un magnate.
El sedán se detuvo en el subterráneo de un edificio acristalado y anónimo, una de esas torres que prometen seguridad y olvido en el corazón de Santiago. La puerta del garaje se cerró detrás de nosotros con un sonido definitivo, sellando nuestra huida y marcando la entrada a nuestra nueva vida.
—Llegamos —dijo Alejandro, su voz era un bálsamo para mis oídos, autoritaria y tranquilizadora a la vez.
Subimos por un ascensor privado, la cabina era de acero pulido y cristal oscuro. Me sentí como una joya siendo transportada a una caj