Alejandro
El reloj en el tablero del auto marcaba las 22:45. La noche había caído como un telón de terciopelo pesado sobre Santiago, y la humedad de la madrugada comenzaba a condensarse en los parabrisas. Estacioné mi vehículo, un sedán gris sin marcas que lo distinguieran, a dos calles de la casa de los Montesinos. Desde mi posición, podía ver la silueta imponente de la residencia, una fortaleza de la burguesía chilena, ahora sumida en una oscuridad aparente.
No sentía adrenalina, sino una calma fría y metódica, esa que solo llega cuando se ha planificado cada contingencia y se ha aceptado el riesgo absoluto. El fracaso no era una opción. Si fallaba, Isabella sería exiliada, y todo lo que había construido en torno a ella se desmoronaría en un instante, dejándome expuesto a Catalina y a la PDI.
Apreté el auricular en mi oído.
—Park, ¿perímetro confirmado?
—Confirmado, Jefe. El equipo de vigilancia de los Montesinos está disperso. Los dos guardias están rotando la vigilancia de los veh