Debía de ser la tutora de Luis.
Cuando Regina entró, se percató de que había otra mesa contigua.
En la cabecera de aquella mesa se sentaba un individuo de unos sesenta o setenta años, de cabello cano: el esposo de la tutora.
Apenas tomaron asiento, alguien comentó con envidia:
—Luis Jiménez, ¡quién lo diría! Después de tantos años solo, consigues una novia tan guapa. Ya pensábamos que te ibas a quedar para vestir santos, ¡condenado a la soledad eterna!
—Así que no es que no pudieras, ¡es que eres muy exigente!
Regina siempre había sido atractiva y, con los años, se había acostumbrado a las miradas que atraía. Sabía perfectamente qué atuendo elegir para cada ocasión; el vestido blanco que llevaba ese día realzaba su dulzura y encanto, haciéndola parecer una flor delicada.
Sentada en silencio junto a Luis, con un aire dócil y encantador, despertaba la admiración y la envidia de varios de los presentes.
Él, con el cuerpo notablemente tenso, apenas atinó a esbozar una sonrisa, sin decir pa