Gabriel detuvo el carro ante un semáforo en rojo. Al girar la cabeza, notó que ella lo observaba fijamente.
Él arqueó una ceja, con una expresión indescifrable, entre divertida y seria.
—¿Por qué me miras así?
Regina no apartaba la vista de él, sus ojos fijos y brillantes.
—Pues porque estás muy guapo, ¿no?
A sus veintidós años, su piel era perfecta. Con labios carmesí y dientes impecables, su sonrisa, que arqueaba sus cejas y achinaba sus ojos, la hacía lucir particularmente vivaz y deslumbrante.
Las manos de Gabriel se aferraron con más fuerza al volante casi sin darse cuenta; su nuez de Adán subió y bajó con lentitud. Su voz, un susurro ronco y exquisitamente atractivo, rompió el silencio.
—No vuelvas a vestirte así.
Regina parpadeó, confundida. Bajó la mirada y lo primero que vio fue la pronunciada curva de su escote.
Sintió un calor súbito subirles a las mejillas e instintivamente trató de cubrirse un poco, pero enseguida recordó que el diseño del vestido tenía justamente esa inte