Gabriel entró en la habitación. Sus ojos oscuros y severos recorrieron la espaciosa y luminosa suite presidencial, pero no vio a Regina por ningún lado. Las sábanas de la enorme cama estaban arrugadas, una clara señal de que alguien se había acostado ahí.
Vio un par de tacones en el suelo. La luz del baño estaba encendida. Gabriel entró y encontró a una mujer inmóvil dentro de la tina, con los ojos cerrados.
Se acercó, se inclinó y metió la mano en el agua. Estaba helada. Con un gesto de preocupación, la sacó de la tina en brazos.
Al ver cómo la ropa mojada se adhería a su cuerpo, volviéndose casi transparente y revelando su figura, contuvo el aliento por un instante. Aun así, la sostuvo con firmeza y salió del baño.
Regina abrió sus ojos húmedos y, por un segundo, fijó la mirada en la atractiva mandíbula de él, que estaba a centímetros de su cara.
—Gabriel.
Bajó la mirada al ver que estaba despierta.
—¿Te sientes mejor?
Regina le rodeó el cuello con los brazos y, después, se acercó pa