Regina confiaba bastante en sus habilidades culinarias; el otro día, cuando comió con Gabriel, él había disfrutado bastante la comida.
Hoy, era evidente que no tenía el mismo apetito que aquella vez.
Él no le contestó; con elegancia y calma, se dedicó a pelar camarones.
Regina insistió:
—¿Por qué no lo piensas? Podría cocinar para ti. No te cobraría nada, solo lo de la despensa, para los ingredientes. Así tendríamos resueltas la comida y la cena los dos. Piénsalo, te ahorrarías un montón comparado con lo que gastas en la señora que te ayuda, o cuando comes en el comedor del hospital o pides algo para llevar.
—Además, mi comida es limpia, sana... ¡y muy sabrosa! Podría prepararte algo diferente cada día. Sé que tienes el estómago delicado, así que podría aprender a hacerte platillos especiales para cuidarte. Tú solo dime qué se te antoja, yo te lo cocino. Y si algo no lo sé preparar, ¡lo busco en internet y aprendo, te lo aseguro!
Gabriel la cortó en seco.
—¿Así también tratabas de gana