Regina se alteró, y su voz se volvió chillona.
Era muy guapa, y hasta con la bata del hospital llamaba la atención. Pero en ese momento, con las emociones a flor de piel y al borde del colapso, descalza y fuera de sí, parecía una loca.
Los pacientes y sus familiares que pasaban por ahí se detenían a mirarla y a señalarla. Algunos incluso sacaron sus celulares.
Maximiliano mostró su enfado y se apresuró hacia ella. Le apartó la mano de un tirón y la cargó en brazos, rodeándola por la cintura.
—¡Suéltame! Necesito que me expliquen qué pasó. ¡Quiero justicia para mi bebé, voy a llamar a la policía!
Con una actitud seria, llevó a Regina de vuelta a la habitación y la depositó sobre la cama.
Ella intentó levantarse, pero él la obligó a recostarse de nuevo. La sujetó por los hombros y, con una dureza implacable, le dijo cada palabra con una claridad brutal:
—Ya no tienes a tu bebé. Lo perdiste. Por más que grites y te vuelvas loca, no va a regresar.
Las lágrimas brotaron de los ojos de Regin