Capítulo VI

                                      VI

Julio estaba fumándose un cigarrillo cuando a lo lejos distinguió la carreta de aquel perro de Héctor que salía del pueblo. Con él iba, nada más y nada menos, que ese otro perro que odiaba aún más que a cualquier otra persona dentro de Iturbide: el comisario. Ese pedazo de mierda marica y sin sesos.

La pequeña se bajó en la entrada del pueblo y agitó el brazo en señal de despedida. Según su padre, esa familia estaba echada a perder desde los cimientos, Gregorio era una mierda incompetente de persona, la esposa era una zorra que necesitaba algunas lecciones para que fuera una mujer casi tan servible como su madre, y aquella niña, María Fernanda, seguía el mismo camino que ambos padres ya habían transitado. Julio, por su parte, tenía su propia opinión con respecto a la niña: a muy temprana edad ya era un desperdicio de mujer, y eso se podía distinguir a simple vista.

Dio la última calada y sonrió para sus adentros antes de salir corriendo hacia su casa.

Ya era tarde, quizá pasaban de las dos, aunque no supo decirlo con exactitud. Eso del tiempo no se le daba muy bien. Su padre era quien con el simple hecho de pararse bajo los insoportables rayos del sol (que en esos momentos eran tan débiles como un cachorro de teta), podía decir la hora exacta sin perplejidad. Lo único que le quedaba bien en claro a Julio, de este complicado método, era que cuando su cuerpo proyectaba una pequeña sombra al frente, mientras miraba al norte, era justo medio día. Aunque en ese momento las sombras apenas y se distinguían debido a la delgada nubosidad que obstruía al sol. Débiles rayos cruzaban hasta el pueblo, y su sombra se alargaba poco más de un metro hacia el este. Pero ¿a quién le importaba la hora? Lo único que en realidad le interesaba en ese momento era el hecho de que el comisario salía del pueblo.

Las nubes, que por la mañana apenas y se asomaron por una parte en el cielo, ahora cubrían gran pedazo de este. Lo habían devorado todo. Y mientras Julio corría a su casa, podía distinguir cómo su sombra se desvanecía, y sobre esta caía otra, ajena y de mayor tamaño, como un manto sobre el suelo.

Eso se pondría bueno. ¡Oh, claro que se pondría muy bueno! Su padre escupió tanta rabia esa mañana por el hecho de que los pinches coyotes hubieran entrado y destrozado el corral de las gallinas para comerse el gallo, que esa sería la chispa que podía necesitar para terminar de explotar.

Esa mañana que salió a buscarlo no lo encontró en su casa, y lo peor es que esa pequeña zorra que tenía como hija andaba con él. Por lo cual decidió posponer el enfrentamiento. La rabia en su padre era inmensa, mas no haría un teatro frente a la niñata esa, si bien le importaba una mierda, pero según él, la presencia de la chiquilla lo obligaría a omitir algunas palabras que tenía bien preparadas contra Greg.

Ahora que el comisario se largaba, Pedro podía ir olvidándose de enfrentarlo para finalmente hacer lo que se debía hacer desde mucho tiempo atrás. La ausencia del comisario era ventajosa, y gracias a esto es que podría dar caza a esos malditos coyotes sin nadie que llegara a mitad de la noche para confiscar el rifle. El maldito sujeto, protector de la plaga, parecía encariñado a esos animales ya que a él no lo afectaban en lo más mínimo.

—Puede que solo sean dos o tres coyotes los que están haciendo desmadre en mi propiedad, pero los cuida más que a su puta esposa —respondió Pedro luego de que Julio le dio la gran noticia—. Tengo algunas balas, y esta noche se las voy a meter por el culo a esos pequeños bastardos. Me vas a ayudar, Julio, así que es mejor que te prepares un buen café porque esta noche no creo que vayas a dormir —finalizó, pensando quizá que con esta indicación fastidiaría a su hijo, pero fue todo lo contrario.

Al niño se le puso la piel chinita como la de una gallina, y sonrió, una vez más, para sí mismo. Le gustaba eso de la caza, ya que su padre bebía tanto que al final, si todo marchaba bien y mataba como mínimo un coyote, le daba la oportunidad de portar el rifle para abrir fuego en caso de que apareciera algún otro animal. Aunque esta regla no siempre se aplicaba en ese orden, ya que algunas veces solo bastaba con que se pusiera hasta el culo de ebrio para que le soltara el arma.

Una emoción indescriptible surcaba por sus arterias al jalar del gatillo, le agradaba sentir cómo la fuerza del rifle le golpeaba el hombro con suavidad después de escuchar el ensordecedor tronido.

Pero antes de que la noche llegara, tenía otros planes para la tarde.

Se fue de la casa, no sin antes comer un plato de frijoles acompañado de tortillas recién hechas y un vaso de leche con mucha azúcar.

Las nubes en el cielo se encontraban tan abajo que si uno subía a los cerros las podría tocar con facilidad. Su cuerpo ya no proyectaba ni la sombra más tenue, y a pesar del sombrío panorama, la lluvia aún no caía. Pero no tardaría en llover, de eso estaba seguro.

En la plaza se encontró con Juan y Ricardo, quienes estaban jugando al hoyo; juego que consistía en cavar un pequeño agujero en la tierra, y lanzar pequeñas piedras desde una distancia mayor a los ocho metros. El que lograba meter más piedras al agujero era el vencedor, ¿y qué ganaba? A veces un cigarro, otras solo se limitaban a castigar al perdedor con unas patadas en el fundillo.

—El comisario se ha largado —dijo Julio una vez que se acercó hasta ellos.

Era el turno de Ricardo, quien al lanzar y ver dónde cayó la piedra, volteó a mirar a Julio.

—¿Y qué tiene? —preguntó Juan, lanzando la otra piedra, la cual cayó de uno a dos metros lejos del objetivo.

—Podemos buscar al mocoso asesino. Sería bueno iniciar ahora —respondió, y se unió al juego arrojando su primera piedra, esta cayó cerca del agujero, pero no entró.

—¿Quieres empezar ahora? —El tono con el que fue formulada aquella pregunta traía miedo y preocupación.

—Entre antes mejor.

—¿Y si nos descubren? ¿En realidad crees que no dirá nada? —se entrometió Ricardo. Era su turno, y fue él quien dio justo en el agujero desde que Julio se unió.

—No seas pendejo. Debemos amenazarlo, se llevará varias lecciones por nuestra parte, y una de las principales es para que no abra la boca.

—¿Y qué es lo que harás? —siguió Juan, y luego lanzó un escupitajo contra el suelo que apenas y se alejó de ellos poco más de un metro. Si su intención era meterlo en el hoyo, necesitaría practicar una docena de años más.

—Ese mocoso requiere de mano dura. Iniciar ahora con lecciones severas podría ayudar un poco. Mi padre dice que no existe golpe que no sirva. De alguna u otra forma todos son correctivos y hacen la diferencia por más mínimos que sean o parezcan.

—Unas buenas patadas en el culo bastarán —respondió Ricardo al tiempo que miraba la piedra que lanzaba Julio.

—Sí, eso estaría bien. Lo peor es no hacer el intento —añadió mientras veía cómo su último tiro se alejaba del objetivo. En realidad a Julio no le parecía suficiente el tema de las patadas. Necesitaba más.

¡Mas!

Dejaron el juego: existían cosas más importantes por hacer. Quizás eran las cuatro de la tarde cuando comenzaron a caminar cerca de la casa de Raúl, no se veía Francisco o Manuel afuera, así que se alejaron un poco y esperaron al igual que el león espera a la cebra. Como el coyote espera a las gallinas (de su padre).

Guardaron silencio como si el hecho de mantener las bocas cerradas obligara a los niños a salir de su casa. No lo hicieron. Respiraban con cautela, sentados cerca de un moro, el cual tenía las ramas tan desnudas que parecía estar seco.

A Julio se le antojó un cigarrillo, pero solo les quedaba uno, y el humo podría espantar a los niños así como también servía de repelente para los moscos en verano. Prefirió hacer a un lado las tentaciones, pues existía un tema aún más importante que arrebataba sus pensamientos, y no era el hecho de tener a Manuel al fin en sus manos, claro que no, eso solo significaba una pequeña victoria más en su lista interminable de aspiraciones. Lo que sí le preocupaba era el hecho de no tener ni la más mínima y jodida idea de lo que iba a hacer una vez que lo tuviera enfrente. Patadas en el culo, arrojarle una ráfaga de piedras, darle algunos golpes en la cabeza o empujarlo a la tierra eran ideas que no despertaban la euforia que esperaba. Los planes se le escapaban de su cabeza, y a la vez agradecía a Dios por la ausencia de Manuel en esos momentos.

Esperaba al maldito niño, pero más que eso se devanaba los sesos por encontrar, como mínimo, una lección que pudiera impartir y servir. Juan y Ricardo podían conformarse con patearlo varias veces, pero Julio era hijo de Pedro, y a su padre le tenía un respeto abismal por la forma de educar a su madre. Por lo tanto, debía ser igual o mejor… bueno, quizá mejor aún no, pero al menos sus lecciones no debían carecer de esa calidad hereditaria que Pedro le transmitió.

El plan no apareció, pero el hecho de no tener al menos una idea no significaba que no quería echarle las manos encima. ¿Qué haría? ¿Qué chingados haría? El preguntárselo, una y otra vez, no traería las ideas en automático, debía pensar aunque detestara hacerlo. Todo aquello que es bueno requiere de esfuerzo mental, y al menos lo que pensaba hacer sería bueno no solo para él, sino para Manuel y sus padres. Le daría unas cuantas clases gratuitas. La recompensa para Manuel sería única y los padres del niño deberían estar más que agradecidos por la consideración de Julio, por las molestias de educar a un mocoso hijo de puta y sin estribos.

Cuando Juan comenzaba a decir que podría ser una mala idea lo que tenían pensado hacer, y Ricardo se mostraba un tanto inconforme e inquieto con la ausencia del niño, Manuel salió. Julio comenzaba a fastidiarse por la espera, y las palabras maricas que empezó a soltar Juan lo hicieron ponerse un poco de mal humor, pero al ver al objetivo, no solo sonrió, sino que soltó una carcajada un tanto indiscreta, incluso llegó a creer que Manuel lo pudo haber escuchado.

—¿Ya? —preguntó Ricardo sin despegar la vista de Julio.

—No, aún no, idiota. Está demasiado cerca de su casa. Esperemos a que se aleje un poco —recomendó, y Ricardo lo miró con cierto enojo.

Manuel jugaba con pequeñas piedras bajo la gigantesca sombra de las nubes, las cuales tomaron un color tan negro que parecían enormes carbones sobre sus cabezas.

El niño se separó unos treinta metros de la casa. Lanzaba las piedras en repetidas ocasiones como intentando romper la marca del disparo anterior. Se fue alejando a paso lento por la calle Chihuahua. Se veía alegre, pero ignoraba que era observado. Desconocía el dolor que el futuro estaba a punto de regalarle.

De pronto se encontró fuera del pueblo, quizás a unos cincuenta metros o más, y de su casa a más de ochenta.

Julio y los demás debieron salir de su escondite y seguirlo con sigilo. Más adelante encontraron la oportunidad que con tanto tiempo habían buscado. Quizás apenas y pasó una hora desde que comenzaron a esperarlo, pero para los tres fue como un día completo bajo los ardientes rayos de un sol estival.

—Está muy lejos del arroyo —observó Juan con cierto temor, y quien al parecer quería llevarlo hasta allí para que nadie los viera.

—No importa, será rápido —respondió Julio, y se puso en marcha antes que los demás.

La casa de Manuel apenas y se veía, era obstruida por un par de casas más, lo cual resultó más que favorecedor. Julio pudo sentir una breve excitación, y su pequeño pene se irguió.

Cuando acortaron la distancia hacia el mocoso, la primera gota de lluvia cayó sobre el hombro de Julio. Se encontraba tan excitado que apenas y la sintió. Sus ojos estaban clavados en el niño.

Siguieron caminando, la distancia que los separaba de Manuel parecía incalculable.

De un momento a otro experimentó una euforia que corrió por sus venas a una velocidad inimaginable. Sintió sus pies tan ligeros como la pluma de un pájaro. Si lo hubiera querido, habría podido correr a una velocidad sorprendente sin que nadie lo alcanzara.

Apretó los puños junto con la quijada. No se encontraba nervioso, solo estaba excitado, sensación que no le pareció familiar en absoluto. No se comparaba en nada a la excitación con la que despertaba algunas mañanas, momentos en los que debía cubrirse avergonzado para que ninguno de sus padres viera su pene erguido bajo el calzón. No, era una excitación que le dejaba un dulce sabor en la boca, y a su vez un frío recorría y bajaba por su espina. Desconocía lo que era, y ahora que lo experimentaba, deseaba que nunca se fragmentara de su cuerpo, y que así como llegó, que ahí adentro se desarrollara para que lo poseyera.

—Ya ha empezado a llover —observó Juan. Pareció un comentario estúpido e innecesario, pero Julio, a diferencia de los otros dos, no se hubiera dado cuenta de esto si es que Juan no lo hubiera dicho. No solo su mirada estaba fija en el niño, también sus pensamientos se encontraban anclados en él.

—Apuesto a que le gustará —susurró antes de llegar a Manuel. Un par de metros los alejaban aún. La distancia parecía ser mayor.

Manuel interrumpió lo que hacía, al parecer, después de todo, no era tan importante. Julio y los demás llegaron hasta él, y el niño los vio un tanto asustado. Quizá le venía a la mente aquella última ocasión en la que lo sujetaron a la fuerza y lo intentaron arrastrar hasta las vías del tren, justo donde mató a Carlos.

—Ahora no vas a gritar, ¿verdad? —preguntó Julio deteniéndole el paso. No quería asustarlo, aún no.

Manuel no contestó. En su lugar quedó petrificado como si un animal lo hubiera mordido e inyectado un líquido paralizante. Parpadeó en un par de ocasiones, y Julio pudo jurar por Dios que escuchó un pequeño ruido proveniente de la garganta del niño. La saliva pasó con bastante dificultad por esa caverna infértil.

No transcurrió mucho tiempo en el que los cazadores mantuvieron a la presa donde más les convenía, y cuando menos se dieron cuenta, los ojos del niño se humedecieron. Podría odiar tanto aquel lugar, al cual intentaron llevarlo unos días atrás, que quizá se imaginaba que era allí a donde lo querían llevar de nuevo. Pero para su mala fortuna, esas no eran las intenciones que tenían en mente. Los propósitos reales tocaban el trasfondo de una enfermedad que no debería estar ahí, pero estaba.

Bastaron unos segundos para que el muy malagradecido echara a correr a una velocidad admirable, pero solo le sirvió para alejarse unos diez metros y despertar el instinto animal en Julio, quien corrió tras él, y lo empujó con brusquedad antes de que intentara escapar de nuevo como el auténtico marica que era. El mocoso cayó de bruces contra la tierra.

—Le voy a decir a mi p-pa-papá —chilló la mierdita mientras se ponía de pie. Los demás dieron un paso atrás, pero Julio no, Julio lo tenía bien controlado.

—Oh, claro que no le dirás, o te reventaremos la cabeza con una piedra… tal y como lo hiciste con Carlos —rugió victorioso.

—¡Yo no le pegué! ¡Yo no fui! —Los sollozos con los que acompañaba aquellas palabras fueron lastimosos, o al menos lo hubieran sido para cualquiera que en realidad le importara.

El llanto fue fracturándose con rapidez gracias a las constantes amenazas. Tal vez, al final comprendió que era mejor mantener la boca cerrada, a fin de cuentas no le habían hecho nada (aún).

¿Tenía las ideas ya clarificadas en su mente? ¡No! Julio todavía parecía estar en blanco, y lo único que lo acompañaba en ese momento eran sus intangibles e indoloras amenazas.

—No te pregunté si lo habías hecho, pues ya sabemos que tú lo hiciste —contestó, y lo sujetó de la camisa al cerrar su puño sobre esta para atraerlo hacia sí. Despegó el cuerpo del niño unos cuantos centímetros del suelo—. Pero voy a asegurarme de que no lo vuelvas a hacer —amenazó, arrojándolo de nuevo contra el suelo. Luego lo giró hasta que logró tenerlo con la boca hacia la tierra.

La lluvia ya había creado pequeños charcos alrededor. En ocasiones el agua caía del cielo con fuerza, pero casi de inmediato se detenía. Era como si el cielo estornudara una y otra vez, llenándolos de baba y mocos.

—Y-yo no hi-hice n-na-nada —lloriqueó al igual que cualquier rata, asesino o violador que busca no ser juzgado. Se resguardaba detrás de esas pésimas y ridículas palabras, pero Julio era astuto, por lo que no se tragaría nada que saliera de su boca. Él no era idiota como el pendejo incompetente del comisario. Podría ser que dijera la verdad, pero para Julio no era suficiente. Si el comisario decía, una y otra vez, que no existía evidencia como para condenar al mocoso, Julio creía todo lo contrario. Había suficiente evidencia, y solo era cuestión de ponerlo contra las cuerdas para descubrirlo.

—¡Deja de decirlo, asesino! —gritó, y se subió sobre la espalda de Manuel. Lo sujetó de la cabeza y le restregó la cara sobre la tierra húmeda—. Todo el pueblo sabe que tú lo hiciste. ¡Todos ya lo saben! ¡Ya lo sabemos! —bufó con rabia. Era como si un odio desconocido se hubiera incubado en su interior y en ese momento sacara gran parte de él.

Con los ojos inyectados en sangre, hundió la cabeza del niño contra el lodo. Tal vez estuvo así por unos tres o diez minutos, o quizás apenas y duró diez segundos, a saber, pero lo que sí supo decir con toda certeza es que comenzó a ver cómo el lodo se iba tornando de otro color. Olía a sangre, y eso le causó repugnancia, aunque a su vez fue abordado por una sobreexcitación que superó la primera sensación.

Había sangre, y debido a esto, Juan se asustó tanto que comenzó a cuestionar lo que hacía Julio. Tal vez él imaginó que no pasaría de algunos cuantos empujones y ya, de esa manera todo sería divertido y gracioso, pero al ver la sangre y escuchar el llanto, no pudo evitar pensar que lo que hacían estaba mal. A Julio todas estas preocupaciones que atormentaban a Juan le importaron un pedazo enorme de mierda, y por la sonrisa tímida de Ricardo, a él también parecían no importarle mucho.

La lluvia comenzó a ser constante, y los cuatro niños quedaron empapados en su totalidad. Al único que parecía incomodarle esto era a Juan. En cambio, Julio seguía sumido en su mundo de odio y rabia, y si quería salir de este, debían ayudarlo.

De vez en cuando despegaba la cabeza de Manuel del suelo, y este aprovechaba para inhalar una gran bocanada de aire junto con lodo, y luego volvía a bajarla como si estuviera limpiando una mancha difícil de quitar.

—Yo creo que ya es suficiente —opinó Juan, y estas palabras debieron surtir algún efecto desconocido sobre Julio, ya que levantó la vista. Sus ojos no parecían ser los de él, se veían distintos. Un poco más… viejos.

—¿No volverás a hacerlo verdad? —preguntó, y alzó la cabeza del niño con brusquedad para escuchar la respuesta.

—N-no —respondió con dificultad. Unos cuantos segundos después escupió un pedazo de tierra con agua y sangre.

—¿A quién le dirás de esto?

—A na-nadie —balbuceó.

—Quisiera creerte, de verdad…

—De v-verdad, te lo j-ju-juro. No le d-di-diré a n-na-nadie —replicó de nuevo con voz entrecortada y dolorosa.

—Bien, y recuerda, si dices algo, la próxima vez que te vea te reventaré la cara. Es una promesa, ten por seguro que es una promesa, cagapalos —finalizó, restregando con más fuerza, y por última vez, la cabeza del pobre niño contra el suelo. Antes de retirarse, dejó caer la mayor parte de su peso sobre sus brazos, los cuales seguían sobre la cabeza de Manuel. Fue como si un costal de cuarenta kilos hubiera caído de golpe sobre el pequeño. Julio escuchó un pequeño chasquido, y no dudó que sus amigos lo hubieran escuchado también a pesar del ruido incesante que la caída de la lluvia creaba alrededor.

Al levantarse, y esperar a que el mocoso se reincorporara también, los tres se miraron con una sonrisa apenas visible. Existió un aire triunfal sobre Julio, pero en los otros chicos no parecían encontrarse los mismos sentimientos.

Al tiempo que Manuel intentó levantarse, se escuchó un llanto agudo e irritante. Cuando se puso de pie, y la lluvia limpió parte de su sucia cara, la sangre caía en cantidades preocupantes. Gran parte del rostro estaba lleno de rasguños, pero no era de aquí de donde salían aquellos chorros de sangre, sino más bien de los orificios de la nariz, en la cual se distinguía una ligera inclinación hacia su lado izquierdo. Quizá la he quebrado, pensó Julio con felicidad.

El silencio parecía ser aún más letal que los golpes que recibió. El dolor estaba presente, y el miedo lo anclaba al suelo. Quiso correr, pero por las miradas hostigantes no pudo. Lloró, eso sí lo pudo hacer el maldito cobarde.

Luego de haber separado su mirada de la de ellos, se armó de valor y salió corriendo. Para su fortuna nadie lo siguió. Julio se limitó a levantar ambos brazos para impedir que Ricardo y Juan fueran a detenerlo, pero ninguno parecía tener esta intención en mente, al menos Ricardo pareció dudar, pero al final tranquilizó esa ira que ya había sido expulsada gracias a los actos de Julio.

La primera lección y no creo que haya entendido aún. Requiere otra más, y si vuelve a llorar, se necesitará una más. Mi madre sigue igual después de años de lecciones, no debo sorprenderme si él no entiende a la primera, se dijo, y a su vez lo golpeaba la lluvia con suavidad. Esta ya comenzaba a menguar, y apenas y se percató de su existencia. Estaba parado sobre un enorme charco, el cual no creía que se encontrara ahí hasta ese momento en el que la rabia, mezclada con la excitación, dejó de supurar.

La razón comenzaba a asomarse con bastante timidez.

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo