Capítulo VII

                                  VII

Corrió tan rápido como sus pequeñas piernas se lo permitieron. No le importó pisar los charcos y ensuciarse los zapatos. No le importó que su madre lo regañara a raíz de esto. No le importó nada, solo sabía que le dolía toda la cara, le ardía más que nada, y sentía un dolor agudo y punzante en la nariz, el cual, con cada paso que daba, parecía crecer más y más al igual que el flujo de sangre que escurría de sus ventanas nasales. Sintió la necesidad de rascarse, sin embargo, no lo hizo, era consciente de que si llegaba a hacerlo le dolería aún más.

Si una arrastrada sobre la tierra fue suficiente para hacerlo llorar, no lograba imaginar el dolor que debió sentir su amigo Carlitos cuando aquel señor dejó caer, en repetidas ocasiones, la roca sobre su cabeza, ¿o era similar? Quizás el dolor deja de sentirse una vez que se muere, pensó, como si la muerte fuera un estado del cual se pudiera regresar. Desde luego que desconocía la respuesta debido a su corta edad.

Podría ser que Carlitos hubiera muerto desde que recibió el primer golpe, pero si estaba muerto, ¿por qué sus manos y pies se movían en todas direcciones de forma rápida, constante y desesperada después de cada uno de los impactos que prosiguieron al primero? Quizás en ese momento su amigo intentaba levantarse, pero no pudo, o tal vez buscaba una piedra para lanzarla y así alejar al hombre que lo golpeaba. Sin embargo, eso no importaba ya, pues Carlitos estaba muerto, y el dolor que a Manuel lo acobijaba en ese momento era tan real como la lluvia, la sangre y las lágrimas que se mezclaban y recorrían sus mejillas llenas de raspones.

Llegó a casa, de hecho, en ningún momento se alejó demasiado de ella, pero los pocos gritos que lanzó (antes de que Julio y los demás lo hicieran callar) fueron ahogados por el agua que golpeaba la tierra y los techos de las casas. Por esa razón es que quizá nadie acudió en su ayuda. ¿Y por qué habría de recibir ayuda cuando él no ayudó a Carlos en el momento que lo necesitó? Se recordó a sí mismo, parado bajo los débiles rayos del sol del mes de febrero que descansaban sobre su rostro. En aquel momento solo observó, y no cruzó por su cabeza la grandiosa idea de ayudar. Tal vez esa era la razón por la cual nadie acudió aunque hubiera gritado tan alto como para que su propia voz le destrozara la garganta.

—Pero ¿qué te ha pasado? —preguntó Guadalupe con los ojos abiertos, eran tan grandes que parecía que les habían cortado los parpados.

Raúl estaba acostado y sumido en sus pensamientos, pero se levantó azorado, y más rápido de lo que canta un gallo, al ver las condiciones en las que llegó Manuel. Su padre siempre usaba este dicho cuando quería referirse a algo que ocurría con celeridad, y a decir verdad, Manuel no lo entendía, ya que los gallos, cuando cantaban por las mañanas, duraban demasiado tiempo, tanto como para darle la oportunidad al coyote de saber dónde estaban para poder cazarlos. Aunque no era el momento de pensar en los dichos ni mucho menos en los gallos, no obstante, pareció ser necesario para hacer a un lado el dolor.

Francisco llegó a todo correr. Quedó asustado al ver cómo la sangre salía en grandes cantidades de la nariz de su hermano menor. Se asustó y comenzó a llorar. Manuel alcanzó a distinguir (antes de que su mamá se lo llevara luego de la indicación de Raúl) que temblaba sin razón alguna, como si él hubiera sido quien recibiera los golpes.

A pesar de que en otras ocasiones, cuando se caía y llegaba a rasparse las rodillas, o cuando le picaba alguna pequeña hormiga o abeja (que a su corta edad ya le habían picado tres abejas; una en el cuello, otra en la cabeza y una más en la mano. Recordó que esta última se le inflamó tanto que llegó a pensar que se le caería debido a lo pesada que la sentía), su padre le decía que dejara de llorar y se comportara como un hombre, en esos instantes no creyó escuchar estas palabras. Estaba segurísimo de que las decía una y otra vez, pero debido al caos que se encontraba en su interior, así como a su alrededor, no lograba escucharlas. O tal vez ni siquiera las dijo, y esto se debía a que su propio padre era consciente de que ese nuevo dolor no se asemejaba a ningún otro que hubiera experimentado con anterioridad.

La sangre se detuvo apenas un poco, y todo gracias a su madre, quien colocó un pequeño pañuelo a modo de compresa, aunque aun así amenazaba con bajar al igual que la lluvia allá afuera que aún no estallaba por completo.

—Debo llevarlo con el doctor Alvídrez, lo más seguro es que le ponga una inyección para mitigar el dolor —fue lo que dijo su padre mientras corría y se ponía un viejo saco descosido. Y al verlo, Manuel se preguntó por qué su madre no se había tomado la molestia de corregirlo. Pero una vez más cayó en cuenta de que no era el momento de pensar en nimiedades.

Raúl tomó a Manuel en los brazos y se lo llevó consigo a paso moderado. Aún llovía, y el suelo era un solo cuadro de lodo, por lo que caminó con cuidado para evitar resbalar junto con Manuel.

—¿Cómo te hiciste esto, hijo? —preguntó su padre con la voz agitada. Incluso Manuel logró distinguir un brillo en sus ojos. Estaba preocupado, y no solo se podía percibir en sus ojos, ni en los pasos que daba con total cuidado para no caer, o en el quebrante tono que conseguía su voz, existía algo más que delataba su fragilidad, y eso era el latir acelerado de su corazón, el cual lograba escuchar Manuel al tener su cabeza tan cerca del pecho de su padre. Incluso llegó a pensar que este explotaría ahí adentro, o que saldría en un vómito asqueroso e incontrolable. Por fortuna no sucedió, o de lo contrario lo hubiera bañado.

Le llegó una respuesta, o mejor dicho, la única respuesta real y sincera que podía decirle, la cual no era otra más que la verdad, pero casi de inmediato un dolor agudo se encajó en su nariz, y aunque intentó evitarlo, sintió cómo las lágrimas inundaron de nuevo sus ojos. Claro que después de esto tuvo que pensar mejor la respuesta que debía dar. Recordó la amenaza de Julio, y, sobre todo, la respuesta que él mismo dio. Aseguró que no diría nada a nadie. Prefirió guardar silencio sin importar la protección que ofrecían los brazos de su papá.

—Manuel, ¿dónde te golpeaste? —En esta ocasión la pregunta fue más áspera. Raúl parecía enojado, pero no era razón suficiente como para decir la verdad. Los golpes dolían más que las palabras. Y vaya que dolían.

—Estaba jugando en uno de los árboles de la plaza, y me resbalé… —fue interrumpido.

Estuvo a punto de volver a llorar. Sentía un nudo en la garganta, como algo desconocido que contenía el llanto, y esta cosa estaba a punto de desplomarse ante la inminente debilidad de un pequeño niño de siete años.

—Pero ¿por qué estabas jugando en los árboles mientras llovía? —El enojo fue desintegrándose con lentitud. Los niños se accidentaban cuando jugaban a cosas de niños, eso era normal. Por fortuna Raúl lo entendió.

—Perdón —exclamó, y aquello que formaba el nudo terminó por quebrarse. Le dolía la nariz, le ardía la cara, y el simple hecho de pensar en una segunda paliza lo hizo estremecerse en el regazo de su padre.

Vieron a escasos metros el Centro Sanatorio. Este estaba cerrado, pero ahí vivía el doctor Alvídrez. Un hombre joven y demasiado altanero (al menos lo fue en los primeros meses), y que últimamente otorgaba buenos tratos. Quizá llevaba viviendo en el pueblo Iturbide apenas un par de años o más. Manuel recordaba aún, con extrema claridad, aquel momento en el que llegó de un lugar llamado la Villa de Meoqui, él ignoraba qué tan lejos pudiera estar de su pueblo, pero tampoco le interesaba mucho saberlo.

La llegada del doctor al pueblo fue después de mucho tiempo de solicitarlo los habitantes. La petición se hizo luego de que unos años atrás fallecieran dos pequeños: uno de apenas diez meses de edad, que murió asfixiado en su propia cama, y otro de dos años. El más grande, según la historia de sus padres (la cual escuchó sin que ellos se dieran cuenta), cayó mientras ayudaba a su padre a sacar las vacas de los corrales. Para su mala fortuna, uno de los animales venía caminando muy cerca por detrás de él, de modo que no tuvo oportunidad de sortear al niño, y terminó aplastándole la cabeza, esta no soportó la presión y reventó. La sangre regó el suelo, y la carne quedó desparramada. «Fueron más de quinientos kilos», había dicho su padre. «¿Qué habría podido hacer un doctor después de eso?». Todo eso sucedió en una tarde calurosa. Ese día el sol golpeaba fuerte, quizá tan fuerte como Julio…

Se estremeció.

Cayó en cuenta de que, por centésima vez, seguía pensando idioteces sin sentido, pero mientras su padre caminaba a zancadas largas y seguras, la cabeza de Manuel golpeaba constantemente contra su pecho, y cada uno de estos pequeños golpecitos iba a repercutir en esa región de la nariz que más le dolía. Por lo cual era favorecedor cuando lograba pensar en algo distinto que lo sustrajera de su agonía.

Raúl tocó con fuerza aquella puerta de madera vieja.

Nadie salió.

Tocó una vez más, y luego de unos segundos de espera, el doctor Alvídrez abrió. Torció el gesto al ver la cara de Manuel, pero casi de inmediato, y sin preguntar, les pidió que pasaran.

Una vez adentro, Raúl bajó a Manuel para que este pusiera los pies sobre el suelo, que era justo donde no los quería tener. Los brazos de su padre, en cierta forma, otorgaban una tranquilidad palpable y bastante reconfortante. Lo alejaban del mundo real en el que existía un extraño sujeto que por causas desconocidas mató a su amigo. Ese indeseable mundo en el que Julio, Ricardo y Juan lo miraban a él como el único culpable de aquella muerte. Así que era obvio que prefiriera vivir en aquellos cálidos brazos que lo apretaban contra el pecho de su padre, y le permitían sentir el ajetreado latir de su corazón. Sin embargo, esto no podría ser, al menos no para siempre.

—¿Qué le ha sucedido? —preguntó el doctor, encendiendo a su vez una pequeña lámpara de petróleo. La cogió y la acercó hasta el rostro de Manuel para poder ver con más claridad las heridas. La llama danzó en un vaivén interminable mientras el fulgor le cegaba los ojos. Tuvo que apartarlos poco después.

—Se ha golpeado al caer de uno de los árboles de la plaza —se apresuró a contestar Raúl.

—Vaya, nunca había visto algo similar, no al menos en un niño —dijo, colgando la lámpara en la pared y alejándose para sacar algo de una pequeña gaveta—. Este tipo de lesiones son más propias de un adulto que ha participado en una riña de ebrios.

Ahora era su padre quien inspeccionaba su rostro con detenimiento: con los dedos en su mentón lo giraba una y otra vez a ambos lados, tal vez dudaba de la historia de su hijo. Escudriñaba los raspones mientras Manuel sostenía el pequeño trapo bajo su nariz, el cual olía a ropa sucia, un olor bastante desagradable, aunque prefería soportarlo a sentir la sangre correr por las comisuras de sus labios.

—Aplicaré morfina intramuscular, .4 miligramos. La epistaxis no desaparecerá hasta pasadas unas seis horas. Lo adecuado será mantener un taponamiento bilateral para que disminuya un poco —soltó el doctor mientras les daba la espalda una vez más y comenzaba a preparar quién sabe qué cosa. Parecía una jeringa de cristal, según pudo notar Manuel. Claro que no entendió un carajo de lo que el doctor Alvídrez indicó, y por el semblante que manifestaba el rostro de su padre, dedujo que él tampoco.

—Dígalo en español ahora —se quejó Raúl enojado.

—Aplicaré algo para el dolor, y colocaré gasas para evitar que el sangrado continúe —respondió, y al terminar invitó a Manuel a sentarse—. Te daré un pequeño piquete en el brazo, campeón. Solo después de inspeccionar algo, ¿de acuerdo?

—Sí —murmuró Manuel, y mostró una sonrisa pasajera, pues el dolor aún le punzaba adentro y afuera.

—Haré un examen físico —soltó, y puso su mano sobre la cabeza del niño—. Voltea hacia acá —le indicó, y Manuel giró la cabeza hacia su lado derecho, y luego de una inquietante y profunda mirada, giró al lado contrario.

—¿Con qué fin? —se entrometió Raúl. No parecía estar muy tranquilo a pesar de que el llanto ya había cesado.

—Quiero ver si tiene fractura nasal…

—¿Acaso no es obvio? —reclamó con sarcasmo.

—Debo asegurarme antes de aplicar la morfina para así saber la dosis requerida —respondió, y colocó uno de sus dedos a un costado de la nariz de Manuel. Miró con detenimiento, y luego de una pequeña pero incómoda observación, dijo—: En efecto, está fracturada. Aplicaré la morfina. También lavaré las heridas y luego pondré un par de gasas para evitar que la sangre siga saliendo.

Lo sujetó del brazo y aplicó la inyección. No solo le ardió debajo de la piel, sino que experimentó un ligero alivio; una sensación incómoda pero bien recibida. A pesar de que pudo sentir la aguja que se clavaba en su carne, le pareció un dolor breve y agradable en comparación a lo que Julio hizo.

La sangre no seguía cayendo en las mismas cantidades que al inicio, todo gracias al trapo hediondo de su madre, y después a las gasas que el doctor colocó. No obstante, ya se había creado un pequeño charco de sangre en el suelo, y otra parte de esta fue a parar en la camisa del niño.

Al final de todo, solo le quedó ese olor penetrante y amargo de la sangre seca dentro de su nariz. Raúl se lo llevó en brazos, no sin antes escuchar las indicaciones del doctor.

—En caso de que manifieste dolor dentro de cuatro horas, puedes traerlo de nuevo, aún me queda morfina, no mucha, pero de algo servirá —dijo, a lo cual Raúl se limitó a asentir un tanto agradecido.

Luego de otra travesía bajo la lluvia, llegaron a la casa.

El dolor ya había desaparecido, aunque a eso de las diez de la noche Manuel despertó, y con su llanto levantó a todos. El martirio lo acompañaba de nuevo, pero Raúl actuó rápido, y después de que lo llevara con el doctor para aplicar la segunda dosis de morfina, Manuel encontró una agradable relajación, bajo los relajantes e hipnóticos efectos que ofrecía el medicamento, justo en la media noche.

Tuvo un sueño, en realidad muchos, pero solo uno logró perforar y anclarse en su mente para cuando despertó a la mañana siguiente. Volvía a recibir una paliza, pero en esta ocasión no fueron los mamones de Julio y los demás, sino que era alguien distinto, aunque no por eso desconocido. No lo conocía, ni sabía su nombre, pero ya lo había visto antes. Llevaba puesto ese sombrero viejo, y una cara espectral se dibujaba debajo de la sombra que proyectaba el sombrero.

—¿Quieres jugar, chico? —le preguntó, y Manuel no dudó en acompañarlo, total y solo era un sueño.

Al acercarse tropezó, y antes de poder reincorporarse, sintió que algo caía sobre su cabeza. El impacto lo dejó aturdido, y la visión se nubló por unos segundos, los cuales parecieron horas. De los oídos se produjo un silbido agudo casi ensordecedor. Al recuperar la vista, pudo sentir cómo un hilillo de sangre caliente le bajaba por la cabeza. ¡Un segundo golpe! Para entonces pudo distinguir la piedra con la que fue golpeado antes de que aquellas sensaciones de muerte lo abordaran una vez más.

La cabeza le retumbaba como… como el corazón de su padre cuando lo llevaba al Centro Sanatorio por toda la calle Agustín. Antes de poder decir palabra alguna, o soltarse a llorar, la piedra volvió a caer sobre su cabeza, y quizás así sucedió una docena de veces más, pero Manuel, a diferencia de Carlos, no murió. Seguía vivo, sentía cada uno de los dolores que proseguían a los impactos. Podía experimentar cómo su cabeza iba hundiéndose con lentitud. El cráneo se quebraba en cientos de huesecillos, y estos a su vez se clavaban en su cerebro. Creaban una incomodidad desagradable junto con un dolor intolerable.

El juego continuó un par de horas bajo el ardiente sol. Tenía la frente perlada de sudor… o de sangre, no supo decirlo, pero sí saboreaba ese sabor amargo de la sangre junto con el sabor salado del sudor. Estos se le metían a la boca.

Despertó a las cinco de la mañana. Sudaba a pesar del aire frío que corría afuera. Abrió los ojos y se encontró una vez más con ese maldito dolor punzante que le perforaba la nariz.

Gritó… y lloró al mezclarse el dolor con el sueño que tuvo.

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo