El bosque estaba sumido en un silencio mortal, apenas roto por el crujido de las ramas de algún animal o las pisadas de una persona. El vampiro avanzaba con la loba dorada en brazos con una habilidad y velocidad impresionante. El peso de su cuerpo no le importaba; lo que le oprimía el pecho era el calor que emanaba de su herida. El olor metálico de la plata quemando su piel era insoportable, incluso para un vampiro acostumbrado a la sangre y la muerte.
Lyra no se movía. Su respiración era débil, entrecortada, su cuerpo temblaba a ratos como si luchara con un dolor invisible.
—Estás ardiendo —murmuró Elijah, mirándola con una mezcla de culpa y determinación—. Pero no voy a dejarte morir ahí fuera.
El bosque parecía cerrarse sobre ellos. La neblina se hacía más densa, como si quisiera tragarse sus pasos. Entonces, entre las sombras, una voz femenina resonó con fastidio.
—¿Estás completamente loco, Elijah? —Kamila emergió de entre los árboles, con su cabello negro enredado y los ojos bril