Se le iluminan los ojos y me lanza una sonrisa arrebatadora.
—Está un poco fría —me avisa, y traza un sendero recto y descendente por el centro de mi cuerpo. Doy un respingo ante la frialdad inicial de la nata, que me cubre desde el cuello hasta donde comienza la pelvis. Sonríe y echa un poco más justo allí. Miro el largo sendero de bolitas blancas y siento que los pezones se me endurecen ante la proximidad del frío. Da un paso atrás y sus ojos bailan de felicidad.
—Un poco típico, ¿no? —Miro su rostro satisfecho.
Se echa un poco más de nata en la boca.
—Los clásicos son los mejores.
Vuelve a marcharse. ¿Adónde va? Sigo sentada en la barra de desayuno cubierta de nata y lo veo rebuscar por los armarios de la cocina.
—Aquí está —sentencia.
¿Aquí está qué? Abre un cajón, saca una espátula y vuelve a mi lado dando golpecitos maliciosos a un tarro de crema de cacao. Se coloca otra vez entre mis piernas, desenrosca la tapadera y la tira sobre la bancada de mármol.
Arqueo