Mundo ficciónIniciar sesión*—Ezra:
Ezra dejó la comida en la cocina y, con meticulosidad, apartó la ropa y los zapatos hacia otra habitación para que no se impregnaran con el olor a feromonas que flotaba en el aire, denso y pegajoso. Abrió puertas y ventanas con determinación, dejando que el viento circulara, mientras rociaba un par de aromatizantes para disimular lo imposible. Con suerte, el aire fresco arrastraría algo de aquella nube sofocante.
Lo peor aún estaba por venir.
Sabía que la exposición prolongada a esas feromonas podía afectarlo, así que se había tomado un supresor antes de comenzar sus tareas. Aun así, su cuerpo reaccionaba, recordándole su naturaleza omega recesiva. Maldijo en silencio y, resignado, ingirió otra dosis de medicamento. Por suerte había traído suficientes, tanto para Dante como para sus amantes, así que no se sentiría culpable de usar uno extra.
Cuando los efectos se estabilizaron un poco, se encaminó hacia la recámara principal. Aspiró hondo antes de tocar la manija, pero el aire que entró en sus pulmones sólo intensificó la contradicción en su pecho. Los aromas eran más pesados allí: las feromonas dulces de los omegas, pegajosas y empalagosas, lo repelían y atraían a la vez; las especiadas de Dante, sin embargo, lo atravesaron como un puñal, irresistibles y adictivas.
Se obligó a concentrarse en estas últimas y giró la manija con cuidado.
La puerta se abrió lentamente, revelando el caos. Dentro había un desastre mayor: condones usados en el suelo, ropa arrugada colgando de los muebles, cojines tirados como si hubiera pasado un huracán. Por suerte, alguien estaba contratado para limpiar esas huellas; él jamás se prestaría para ello.
En el centro, la gran cama era un nido de cuerpos. Dante yacía en el medio, alto, poderoso, con dos figuras rubias abrazadas a su torso. Los omegas dominantes tenían un atractivo especial: bellos, delicados, casi etéreos, y con esa piel sonrosada.
Uno de ellos lo notó. Un par de ojos verdes y centelleantes, brillando incluso en la penumbra, se fijaron en él con hostilidad.
—Uy, ya la fiesta se arruinó —se quejó el de la derecha con tono ácido. Ezra lo reconoció al instante: Liam.
Quiso contestarle con la misma rudeza, pero se contuvo. Si Dante estaba despierto, lo último que necesitaba era ser reprendido por insolente.
—Buen día, señor Freeman —saludó con fría cordialidad.
—¿Qué haces aquí? —escupió el omega, con ese desdén que lo caracterizaba. Ezra aún no comprendía de dónde nacía tanta animadversión. Liam tenía lo que él no: la bendición de compartir el lecho con Dante. Nada había en Ezra que pudiera inspirarle celos.
—Tengo órdenes de que el señor Delacroix debe presentarse en un evento, a más tardar a las diez y media —explicó con calma—. Son instrucciones directas de la señora Lauren Delacroix.
Liam frunció el ceño y se apretó más contra el alfa dormido, como si buscara marcar territorio. Dante ni se movió; su respiración era profunda, pesada, agotada.
El otro omega, Sasha, se desperezó entonces. Con un bostezo extendió los brazos, revelando un pecho cubierto de marcas y pezones enrojecidos, testimonio de días enteros de desenfreno. Ezra apartó la mirada de inmediato, con un nudo de envidia quemándole la garganta.
—Ezra… estás aquí —susurró Sasha con voz adormilada. A diferencia de Liam, Sasha le caía bien: amable, social, incluso bromista.
—Buenos días, señor Jansen. ¿Cómo le amanece? —le devolvió la cortesía.
—Hecho polvo —confesó, sonriendo con un cansancio que delataba noches sin descanso.
El comentario arrancó una carcajada compartida entre ambos omegas, cargada de complicidad y cierto orgullo. Habían pasado días intensos junto al señor Delacroix, y todos sabían lo que eso significaba: un alfa dominante en pleno Rut era tan voraz como incansable. Se decía que Dante exigía hasta el límite, que no solo reclamaba cuerpos, sino voluntades, arrastrando a sus amantes a un frenesí del que costaba recuperarse.
Ezra nunca lo había visto en acción, pero no necesitaba demasiado para imaginarlo. Los rumores corrían de boca en boca, historias que se repetían con un aire entre escándalo y fascinación. Y aunque él intentara ignorarlos, cada palabra encendía imágenes peligrosas en su mente, tan intensas que a veces lo dejaban con el pulso acelerado y un peso incómodo en el pecho.
Ezra asintió, educado.
—Me lo imagino. Traje bocadillos y haré café —les hizo saber a ambos—. También tengo medicamentos, sé que han sido días… intensos.
Los rubios se miraron y rieron una vez más, sin ocultar la malicia. Liam fue quien habló, con aire desafiante:
—Lo fueron, sí.
Ezra sostuvo su sonrisa, ignorando la provocación.
—Los espero afuera —dijo, dándose la vuelta para dejar el cuarto.
Al salir, soltó un largo suspiro que le vació los pulmones, pero no le alivió en lo más mínimo.
En la cocina, mientras sacaba el café del armario, la molestia lo aplastaba como plomo. El veneno de los celos corría por sus venas, lento y ardiente, aunque jamás lo admitiría en voz alta.
Odiaba a esos dos. Odiaba tener que fingir cortesía, sonreírles como si fueran amigos, cuando en realidad los despreciaba con cada fibra de su ser, pero ese era su trabajo, y debía soportarlo.
Vertió el café molido en el filtro con movimientos automáticos, mecánicos, pero su mente estaba muy lejos de allí. Pensaba en los omegas que seguían recostados junto a Dante. Liam y Sasha eran los que más le habían durado, una rareza en la vida libertina de su jefe. Su relación estaba cimentada en el deseo físico, regulada por contratos estrictos y acuerdos de conveniencia que los tres cumplían al pie de la letra. A cambio, ellos recibían beneficios jugosos: viajes, regalos, prestigio social. Y cualquiera habría matado por ocupar ese lugar en la cama de Dante Delacroix.
Ezra apretó los dientes.
Él se moría de celos.
Había pasado seis años a su lado, seis años en los que cayó, desde el primer día, en la red invisible que Dante tejía con su sola presencia. Y jamás había podido o querido escapar de ella.
Cómo iba a dejar atrás al hombre que amaba con cada parte de su ser?
«Vamos, eres patético», se reprendió, riéndose sin humor mientras sacaba las tazas para el café. «Amar a alguien que ni siquiera te ve, que apenas te considera un alfa recesivo útil en la oficina, cuando en realidad eres un omega. Y él… él está tan pendiente de todo menos de ti que ni siquiera sospecha quién eres en verdad», se recordó a sí mismo, porque, a veces, solía olvidarlo.
La risa se le escapó amarga, incrédula. Era un amor no correspondido, sin futuro, condenado a marchitarse en silencio. Nunca despegaría hacía nada más.
Y la raíz de todo estaba en un malentendido que él mismo nunca desmintió. Desde el inicio, Dante lo había tomado por un alfa recesivo. Y no era difícil creerlo. Ezra no encajaba con la imagen estereotípica de un omega: no era delicado ni pequeño, no tenía curvas ni esa belleza frágil que atraía a los alfas como polillas a la luz. Medía un metro ochenta y uno, tenía el cuerpo atlético de alguien que había trabajado desde joven en tareas pesadas y la presencia de un hombre más bien severo.
Muchos, al conocerlo, decían que era atractivo, incluso lindo, con ese cabello negro como el ónix y los ojos verdes que parecían cambiar según la luz, pero él nunca lo veía así. A sus propios ojos era aburrido, apagado, pálido, un ser sin chispa. Y lo peor: incapaz de competir con la belleza deslumbrante de otros omegas.
Quizás por eso había dejado que Dante lo confundiera. Era más fácil cargar con la máscara de un alfa recesivo que con la vulnerabilidad de un omega recesivo. Al fin y al cabo, sus ciclos de calor eran escasos que podía ignorarlos, y sus feromonas tan débiles que parecían inexistentes. Podía pasar por alfa, incluso por beta, y nadie preguntaba demasiado. Y si nadie preguntaba, él no aclaraba.
Con ese disfraz, se había convencido de que podía sobrevivir a su lado, pero lo cierto era que, con Liam y Sasha compartiendo la cama de Dante, Ezra nunca llamaría su atención. Nunca sería visto.
El pitido de su celular lo sacó de su maraña de pensamientos. Era un recordatorio: debía notificar a la señora Delacroix. Tecleó rápidamente un mensaje, informándole que ya se encontraba en el pent-house y que estaba en proceso de despertar a su hijo. Ella odiaba la vida caótica de Dante, ese derroche de excesos, amantes y rutinas de calor interminables, pero ni ella, con toda su influencia, lograba cambiar la voluntad de un alfa dominante testarudo como su hijo menor.
Ezra guardó el celular con manos tensas y sirvió el café, intentando ignorar cómo el aroma le recordaba a un calor hogareño que tanto anhelaba y que probablemente nunca podría tener.







