Victoria anhelaba un fin de semana tranquilo, sin estrés, sin trabajo, sin ruido. Quería dormir un poco más, practicar sus rutinas de baile y, en general, entregarse a la calma. Era viernes por la noche, y lo mejor: era fin de semana largo. El lunes era festivo, así que no regresaría a la oficina hasta el martes.
Sus hijas estaban bien cuidadas en el primer piso del apartamento, así que, para no interrumpir su descanso, subió sola a la terraza. Allí, con el aire fresco acariciándole el rostro, comenzó a ensayar las coreografías que sus compañeros del grupo de baile le habían enviado.
Pero su mente no estaba del todo en los pasos. Andrés volvía una y otra vez como un eco molesto. Él ya tenía prometida. Qué fácil había sido para él olvidarla. Estaba a punto de casarse, y esa certeza le encendía una rabia silenciosa. Lo odiaba. Lo odiaba con todas sus fuerzas por ser tan frío, tan triunfador en todo... mientras ella, en el amor, acumulaba derrotas.
Por eso bailaba. Por eso lo hacía con t