Los dos días que siguieron a nuestra huida del refugio de mi madre fueron un borrón de desesperación. Dejamos atrás la comodidad relativa del apartamento por la cruda realidad del abandono. Nos escondimos en las carpas de los indigentes, en un campamento improvisado cerca de las vías del tren, un lugar que olía a tierra mojada, a alcohol y a miseria. No comimos casi nada; el miedo y el dolor habían aniquilado el apetito de Daisy, y el único sonido constante era el latido de mi propio pánico.
Una mañana, desconocía el día y cuánto llevábamos huyendo, me desperté en la oscuridad de la tienda de campaña, sintiendo un calor anormal a mi lado. Vi solo oscuridad, por lo que miré a Daisy y encendí la linterna. Estaba pálida, con la piel seca y los labios agrietados, y ardía en fiebre y su cuerpo temblaba sin control.
—Daisy —la llamé con la voz ahogada y ella no abrió los ojos.
Le toqué la frente y sentí el calor abrasador, cuando la toqué me dijo que la dejara volar, que era una mariposa li