Capítulo 8

La mansión estaba en completo silencio cuando Emily terminó de empacar lo poco que decidió llevar consigo. Había pasado las últimas horas encerrada en su habitación, inmóvil, sintiendo cómo el peso de la humillación y el dolor la aplastaban. Pero ahora, bajo el manto de la noche, con solo la luz de la luna colándose por las ventanas, supo que no podía quedarse más tiempo.

El aire nocturno se colaba por las rendijas de la ventana, helado y cortante, pero ella lo respiraba profundamente como si intentara llenarse de valentía. Cada rincón de la mansión que alguna vez había llamado hogar se sentía ahora como una jaula. Brendan y Alina, los ancianos, los miembros de la manada… todos habían sido partícipes, cómplices, de su caída.

Su mirada recorrió por última vez la habitación. Era más grande que cualquier espacio en el que hubiera vivido antes de convertirse en la Luna de la manada. En cada esquina había detalles que alguna vez la hicieron feliz: los cuadros que Brendan le había regalado en sus primeros meses juntos, una silla junto a la ventana donde pasaba horas soñando con un futuro que jamás llegó, incluso un ramo de flores secas en un jarrón, recuerdo de una celebración que ahora parecía lejana. Todas esas cosas ahora solo le hablaban de promesas rotas.

Lia entró en la habitación sin tocar la puerta, con el ceño fruncido y el rostro endurecido. La guerrera había estado a su lado desde el momento en que Brendan rompió el vínculo destinado, desafiando abiertamente a la autoridad de los ancianos y al Alfa, algo que no muchos se atreverían a hacer.

—¿Estás segura de esto? —preguntó Lia en voz baja, aunque su tono estaba cargado de determinación—. Si te vas, será como declararles la guerra. No podrán ignorarlo.

Emily dejó caer una bufanda en su pequeña maleta y cerró el cierre con manos temblorosas. Se giró hacia Lia, con los ojos brillando de lágrimas que se negó a derramar.

—No me queda nada aquí, Lia. No tengo un lugar, no tengo un propósito, y desde luego no tengo aliados más que tú. Brendan ha hecho que todos duden de mí, que me culpen… incluso de cosas que no están en mis manos. ¿Por qué debería quedarme?

Lia apretó los labios y asintió con la cabeza, aunque la preocupación nublaba sus ojos. Había algo feroz en la guerrera, una lealtad a Emily que iba más allá de los lazos tradicionales de la manada.

—Te acompañaría si pudiera, pero alguien debe quedarse para observar sus movimientos. Si Brendan o los ancianos intentan algo, te lo haré saber. Pero prométeme que serás cuidadosa.

Emily sostuvo la mirada de Lia, conmovida por su apoyo. Se permitió un momento de debilidad y abrazó a su amiga, dejando que una sola lágrima resbalara por su mejilla.

—Gracias por todo, Lia. Nunca olvidaré lo que has hecho por mí.

Lia la soltó con suavidad, pero sus manos permanecieron en los hombros de Emily, como si quisiera transmitirle fuerza a través del contacto.

—Recuerda algo: ellos no te definen. Eres mucho más fuerte de lo que crees, Emily. Y cuando estés lista, volverás, no como la mujer que han pisoteado, sino como alguien que nadie podrá ignorar.

Emily asintió, tragándose las palabras que no podía decir. Lia salió de la habitación sin mirar atrás, dejándola sola con su decisión.

El frío de la noche la golpeó en el rostro cuando finalmente salió al exterior. El bosque que rodeaba la mansión estaba oscuro, pero los senderos eran familiares. Durante años, había caminado por esos mismos caminos, buscando un lugar donde encontrarse a sí misma. Ahora, esos senderos serían su vía de escape.

Con cada paso que daba, la casa quedaba más lejos. El peso de su mochila era ligero en comparación con el peso emocional que dejaba atrás. Los recuerdos de Brendan, los sueños de un futuro juntos, incluso las noches de angustia esperando que él la mirara con algo más que desdén… todo eso se desmoronaba con cada crujido de las hojas bajo sus pies.

Mientras avanzaba, las palabras de Hugo durante la ceremonia resonaban en su mente.

"Una Luna rota no sirve a nadie."

El eco de esa sentencia, aplaudida por los ancianos y aceptada por la manada, era un recordatorio constante de su pérdida de valor ante ellos. La rabia hervía bajo la superficie, pero no dejaba de mezclarse con la tristeza.

A mitad del bosque, se detuvo un momento para tomar aire. La sensación de libertad era agridulce; cada paso hacia adelante significaba alejarse de lo que conocía, pero también era un paso hacia lo desconocido. En el fondo, el instinto de loba le decía que había más para ella, algo que aún no podía ver pero que la esperaba más allá de los límites de la manada.

De repente, un movimiento entre los árboles la hizo tensarse. Su instinto de supervivencia se activó de inmediato, y sus sentidos se agudizaron. Al principio pensó que podrían ser lobos de la manada enviados por Brendan para detenerla, pero el aroma que llegó a su nariz era diferente, más salvaje y peligroso.

De las sombras emergió Hugo, uno de los ancianos, con una expresión grave y sus ojos brillando en la oscuridad. Detrás de él, Claudida y Samuel también aparecieron, formando un triángulo alrededor de Emily. Su corazón comenzó a latir con fuerza, y la sensación de peligro aumentó.

—¿Adónde crees que vas, muchacha? —preguntó Hugo, con una voz que era más un gruñido.

Emily enderezó la espalda, negándose a mostrar miedo, aunque su interior temblaba.

—Eso no es asunto de ustedes. Mi vínculo con la manada está roto. Ya no les debo nada.

Claudida dio un paso adelante, su figura imponente a pesar de su avanzada edad.

—El vínculo puede estar roto, pero aún eres parte de esta manada, quieras o no. No puedes simplemente abandonarnos. Las consecuencias serán graves.

Emily los miró uno a uno, viendo en sus ojos la mezcla de amenaza y control que habían ejercido sobre ella durante tanto tiempo. Pero algo dentro de ella se encendió, una chispa de rebeldía que se negaba a ser apagada.

—Ya he soportado suficiente de todos ustedes —dijo, con una firmeza que sorprendió incluso a los ancianos—. Si piensan detenerme, tendrán que arriesgarlo todo, porque no volveré.

El silencio que siguió fue denso, pero antes de que los ancianos pudieran responder, un aullido lejano rompió la tensión. Era un sonido profundo y resonante, diferente al de los lobos de la manada. Los ancianos intercambiaron miradas y retrocedieron un paso, como si hubieran sentido algo que los inquietaba.

Emily aprovechó la distracción y comenzó a correr, dejando atrás las sombras de los ancianos y el eco de sus amenazas. Sus pies la guiaron hacia lo desconocido, pero su corazón la empujaba hacia adelante. No sabía lo que el futuro le deparaba, pero estaba segura de una cosa: jamás volvería a ser la misma.

Mientras corría, un pensamiento cruzó su mente. El aullido que había escuchado no era un simple llamado. Había algo más en ese sonido, algo que prometía un cambio, una oportunidad. Y aunque no sabía quién o qué lo había provocado, una pequeña parte de ella comenzó a sentir que tal vez no estaba tan sola como había pensado.

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